Extractos de “Budismo zen y Psicoanálisis”
D. T. Suzuki y Erich Fromm
VALORES Y METAS EN LOS CONCEPTOS PSICOANALITICOS DE
FREUD
El psicoanálisis es una expresión
característica de la crisis espiritual del hombre occidental y un intento por
encontrar una solución. Así se ve, explícitamente, en los desarrollos más
recientes del psicoanálisis, en el análisis humanista o existencialista. Pero
antes de examinar mi propio concepto humanista quiero demostrar que, en contra
de una suposición ampliamente sostenida, el propio sistema de Freud trascendía
el concepto de enfermedad y curación y se preocupaba por la “salvación” del
hombre, más que solo por una terapia para pacientes con una enfermedad mental.
En apariencia Freud fue el
creador de una nueva terapia para la enfermedad mental y éste fue el tema al
que dedicó su interés principal y todos los esfuerzos de su vida. No obstante,
si mirarnos más de cerca, encontramos que detrás de este concepto de una
terapia médica para la cura de la neurosis, había un interés enteramente
diverso, rara vez expresado por Freud y probablemente casi nunca consciente ni
siquiera para él mismo. Este concepto escondido o solo implícito no se refería
principalmente a la cura de la enfermedad mental, sino a algo que trascendía el
concepto de enfermedad y curación. Qué era este algo? Cuál era la naturaleza del
movimiento psicoanalítico que fundó? Cuál era la visión de Freud sobre el
futuro del hombre? Cuál era el dogma en el que se fundaba este movimiento?
Freud respondió a esta
pregunta quizá más claramente con la frase: “Donde estaba el Id allí debería estar el Ego.” Su finalidad era el
dominio de las pasiones irracionales e inconscientes por la razón: la
liberación del hombre del poder del inconsciente, dentro de las posibilidades
del hombre. El hombre tenía que cobrar conciencia de las fuerzas inconscientes
que había en su interior, para dominarlas y controlarlas. El fin de Freud era
el conocimiento óptimo de la verdad y ése es el conocimiento de la realidad;
este conocimiento era para él la única luz orientadora que el hombre tenía
sobre la tierra. Estos fines eran los fines tradicionales del racionalismo, de
la filosofía de la Ilustración y de la ética puritana.
Pero mientras que la religión
y la filosofía habían postulado estos fines del autocontrol en que podría
llamarse una manera utópica,
Freud era —o
creía ser— el primero en colocar estos fines sobre una base científica (mediante la exploración del
inconsciente) y mostrar así el camino hacia su realización.
Si bien Freud representa la
culminación del racionalismo occidental, su genio consistió en superar al mismo
tiempo los aspectos falsamente racionalistas y superficialmente optimistas del
racionalismo, y en crear una síntesis con el romanticismo, el movimiento que,
durante el siglo XIX, se opuso al racionalismo, con su interés y reverencia
hacia el lado irracional y afectivo del hombre.
En relación con el
tratamiento del individuo, Freud se preocupó también por un fin más filosófico
y ético de lo que generalmente se creía.
En las Conferencias Introductorias, habla de los intentos que algunas prácticas
místicas hacen por producir una transformación básica dentro de la
personalidad. “Tenemos que reconocer —continúa— que los esfuerzos terapéuticos
del psicoanálisis han escogido un objetivo semejante. Su intención es
fortalecer al Ego, hacerlo más independiente del Super-Ego, ampliar su campo de
observación, de modo que pueda apropiarse de nuevas partes del Id. Donde estaba
el Id, allí deberá estar el Ego. Es una labor de cultura. En el mismo sentido
habla de la terapia psicoanalítica como algo que consiste en “la liberación del ser
humano de sus
síntomas neuróticos, inhibiciones y anormalidades de carácter.”
Ve también el papel del
analista bajo una luz que trasciende a la del médico que “cura” al paciente.
“Finalmente —escribe Freud— no debemos olvidar que la relación entre el analista y el paciente se basa en un amor
a la verdad, es decir, en el
reconocimiento de la realidad, que impide cualquier tipo de fingimiento
y engaño.”
Hay otros factores en el
concepto del psicoanálisis de Freud que trascienden la noción convencional de
enfermedad y cura. Los familiarizados con el pensamiento oriental y en especial
con el budismo zen observarán que los factores que voy a mencionar no carecen
de relación con conceptos y pensamientos de la mente oriental. El principio que
debemos mencionar primero es el concepto de Freud acerca de que el conocimiento conduce a la
transformación, de que la teoría y la práctica no deben separarse, de que en
el acto mismo de conocerse a uno mismo, uno se transforma.
No es necesario acentuar cuan
diferente es esta idea de los conceptos de la psicología científica en la época
de Freud o en la nuestra, cuando el conocimiento en si mismo sigue siendo un
conocimiento teórico y no tiene una función transformadora en el cognoscente.
También en otro aspecto, el
método de Freud tiene una estrecha relación con el pensamiento oriental y en
especial con el budismo zen. Freud no compartía la alta valoración de nuestro
sistema de pensamiento consciente, tan característico del hombre occidental moderno.
Por el contrario, creía que nuestro pensamiento consciente era solo una pequeña
parte de todo el proceso psíquico que se produce en nosotros y, de hecho, una
parte insignificante en comparación con la tremenda fuerza de esas fuentes
dentro de nosotros mismos, oscuras e irracionales y, al mismo tiempo,
inconscientes. Freud, en su deseo de llegar a penetrar en la naturaleza real de
una persona, quería atravesar el sistema de pensamiento consciente con su
método de libre
asociación. La
libre asociación debía ir más allá del pensamiento lógico, consciente,
convencional. Debía conducir a una nueva fuente de nuestra personalidad, es
decir, el inconsciente.
Cualquiera que sea la critica
que pueda hacerse a los contenidos
del inconsciente
de Freud, persiste el hecho de que, al acentuar la libre asociación frente al
pensamiento lógico, trascendió en un punto esencial el modo racionalista
convencional de pensar del mundo occidental y
siguió una dirección que se había desarrollado mucho más y más
radicalmente en el pensamiento del Oriente.
Hay otro punto en el que
Freud difiere por completo de la actitud occidental contemporánea. Me refiero
aquí al hecho que estaba dispuesto a analizar a una persona durante uno, dos,
tres, cuarto, cinco o más años. Este procedimiento ha sido la razón, en
realidad, de gran parte de la crítica contra Freud. No hace falta decir que se
debe intentar hacer el análisis lo más eficaz posible, pero lo que quiero
subrayar aquí es que Freud tenía el valor
de decir que era posible pasarse años con una persona, solo para ayudar a esa
persona a entenderse. Desde el punto de vista de la utilidad, desde el
punto de vista de pérdidas y ganancias, esto no tiene mucho sentido. Podría
decirse más bien que el tiempo gastado en un análisis tan prolongado no vale la
pena, si se considera el efecto social del cambio de una persona. El método de
Freud solo tiene sentido si se trasciende el concepto moderno de “valor”, de la
relación apropiada entre medios y fines, de la hoja de balance como si
dijéramos; si se toma la posición de que un ser humano no puede medirse con
ninguna cosa, que su emancipación, su
bienestar, su iluminación, o cualquier término que pudiéramos querer usar, es
una cuestión de “importancia definitiva” por si misma, que ninguna cantidad de
tiempo ni de dinero puede relacionarse con este fin en términos cuantitativos.
Haber tenido la visión y el valor de descubrir un método que implicaba esta
preocupación prolongada por una persona, fue la manifestación de una actitud
que trascendió el pensamiento occidental convencional en un aspecto importante.
A principios del siglo, las
personas que acudían al psiquiatra eran, principalmente, personas que sufrían síntomas. Tenían un brazo paralizado,
un síntoma obsesivo, por ejemplo, una compulsión a lavarse, o sufrían de ideas
obsesivas que no podían rechazar. En otras palabras, estaban enfermos en el
sentido en que la palabra “enfermedad” se emplea en medicina; algo les impedía
funcionar socialmente según funciona la persona llamada normal. Si sufrían de
esto, su concepto de la curación correspondía al concepto de la enfermedad.
Querían librarse de los síntomas y su concepto del “bienestar” era no estar
enfermos. Querían estar tan bien como la persona media o, como podríamos decir
también, querían no sentirse más infelices o perturbados de lo que lo está la
persona media en nuestra sociedad. Estas personas todavía vienen al
psicoanalista en busca de ayuda y para ellos el psicoanálisis sigue siendo una
terapia que tiende a la supresión de sus síntomas y a permitirles funcionar
socialmente. Pero mientras que en una época constituyeron la mayoría de la
clientela de un psicoanalista, ahora constituyen la minoría, quizá no porque su
número absoluto sea más pequeño ahora que entonces, sino porque su número es relativamente
más pequeño en comparación con los numerosos “pacientes” nuevos que funcionan
socialmente, que no están enfermos en el sentido convencional, pero que sufren
de la “maladie
du siecle”, ese
malestar, esa muerte interior a la que me he estado refiriendo.
Estos nuevos “pacientes”
vienen al psicoanalista sin saber de qué sufren realmente. Se quejan de estar
deprimidos, de insomnio, de ser infelices en su matrimonio, de no disfrutar de
su trabajo y otros trastornos semejantes. Generalmente creen que este o aquel
síntoma en particular constituye su problema y que, si pudieran librarse de ese
trastorno especial, se pondrían bien. No obstante, estos pacientes no ven que
su problema no es la depresión, el insomnio, el matrimonio ni el trabajo. Estas quejas diversas son solo la forma
consciente en que nuestra cultura les permite expresar algo que está mucho más
profundo y que tienen en común las distintas personas que consideran
conscientemente que sufren de este o aquel síntoma en particular. El sufrimiento común es la enajenación de uno mismo, de
nuestros semejantes y de la naturaleza; la conciencia de que la vida se nos
escapa de las manos como arena y que moriremos sin haber vivido; que se vive en
medio de la abundancia y, sin embargo, no se siente alegría.
.Cual es la ayuda que puede
ofrecer el psicoanálisis a los que sufren de la “maladie du siecle”? Esta ayuda es —y debe ser— diferente de la “curación” que
consiste en suprimir los síntomas y que se ofrece a los que no pueden funcionar
socialmente. Para los que sufren de la enajenación, la curación no consiste en
la ausencia
de enfermedad, sino
en la presencia
del bienestar.
LA NATURALEZA DEL BIENESTAR - LA EVOLUCION
PSIQUICA DEL HOMBRE
El primer intento de dar una
definición del bienestar puede ser este: el bienestar es estar de
acuerdo con la naturaleza del hombre.
Si vamos mas allá de esta declaración formal surge la
pregunta: Qué es estar de acuerdo con las condiciones de la existencia humana?
Cuáles son estas condiciones?
La existencia humana plantea
un problema. El hombre es lanzado a este mundo sin su voluntad y retirado de
este mundo también sin contar con su voluntad. A diferencia del animal, que en
sus instintos tiene un mecanismo “innato” de adaptación a su medio y vive
completamente dentro de la naturaleza, el hombre carece de este mecanismo
instintivo. Tiene
que vivir su
vida, no es
vivido por ella.
Está en la naturaleza y, sin embargo,
trasciende
a la naturaleza;
tiene conciencia de si mismo y esta conciencia de si como un ente separado lo
hace sentirse insoportablemente solo, perdido,
impotente. El hecho mismo de nacer plantea un problema. En el momento
del nacimiento, la vida le plantea una pregunta al hombre, y él debe responder
a esta pregunta. Debe responderla en todo momento; no su espíritu, ni su
cuerpo, sino él,
la persona que
piensa y sueña, que duerme y come, que llora y ríe, el hombre total.
Cuál es la pregunta que
plantea la vida? La pregunta es: .cómo podemos superar el sufrimiento, el
aprisionamiento, la vergüenza que crea la experiencia de separación; cómo
podernos encontrar la unión dentro de nosotros mismos, con nuestro semejante,
con la naturaleza? El hombre tiene que responder a esta pregunta de alguna
manera. La pregunta
es siempre la
misma. No obstante, hay diversas
respuestas o,
básicamente, hay solo dos respuestas. Una es superar la separación y encontrar
la unidad en la regresión
al estado de
unidad que existía antes de que despertara la conciencia, es decir, antes del
nacimiento del hombre. La otra respuesta es nacer
plenamente, desarrollar la propia
conciencia, la propia razón, la propia capacidad de amar, hasta tal punto que
se trascienda la propia envoltura egocéntrica y se llegue a una nueva armonía,
a una nueva unidad con el mundo.
Cuando hablamos de nacimiento
nos referimos por lo general al acto de nacimiento fisiológico que se produce
para el infante humano alrededor de los nueve meses después de la concepción.
Pero en muchos sentidos se valora demasiado la importancia de este nacimiento.
En muchos aspectos importantes, la vida del niño, una semana después de nacido,
se parece mas a la existencia intrauterina que a la existencia de un hombre o
una mujer adultos. Hay, sin embargo, un aspecto único del nacimiento: se rompe
el cordón umbilical y el niño inicia su primera actividad: la respiración.
Cualquier rompimiento de los lazos primarios es posible, desde este momento,
solo en la medida en que este rompimiento vaya acompañado de una verdadera
actividad.
El
nacimiento no es un acto; es un proceso. El fin de la vida es nacer plenamente, aunque su tragedia
es que la mayoría de nosotros muere antes de haber nacido así. Vivir es nacer a cada instante. La muerte se
produce cuando ese nacimiento se detiene. Fisiológicamente, nuestro sistema
celular está en un proceso de continuo nacimiento; psicológicamente, sin
embargo, la mayoría de nosotros dejamos de nacer en determinado momento.
Algunos nacen muertos; siguen viviendo fisiológicamente si bien, mentalmente,
su aspiración es volver al seno materno, a la tierra, a la oscuridad, a la
muerte; están locos, o muy cerca de estarlo. Otros muchos van un poco más lejos
por el camino de la vida. No obstante, no pueden romper el cordón umbilical del
todo, como si dijéramos; permanecen simbióticamente ligados a la madre, al
padre, a la familia, la raza, el Estado, la posición social, el dinero, los
dioses, etc.; nunca surgen plenamente como ellos mismos y, en consecuencia,
nunca nacen plenamente.
El intento regresivo de
responder al problema de la existencia puede asumir distintas formas; lo común
a todas es que necesariamente fracasan y conducen al sufrimiento. Una vez que
el hombre es separado de la unidad prehumana, de la unidad paradisíaca con la
naturaleza, nunca puede volver a donde vino; dos ángeles con fieras espadas le
cierran el regreso. Solo en la muerte o en la locura puede realizarse esa
vuelta, no en la vida ni en la salud. El hombre puede tratar de encontrar esta
unidad regresiva en diversos niveles, que son al mismo tiempo diversos niveles
de patología e irracionalidad. Puede sentirse poseído por la pasión de volver
al seno materno, a la madre tierra, a la muerte. Si este objetivo se apodera de
él y no es controlado, el resultado es el suicidio o la locura. Una forma menos
patológica de la busca regresiva de la unidad es el deseo de permanecer ligado
al pecho materno, a la mano materna o al mando paterno.
Las diferencias entre estos
distintos deseos marcan las diferencias entre diversos tipos de personalidades.
El que permanece en el pecho de la madre es la criatura que sigue mamando,
eternamente dependiente, que tiene una sensación de euforia cuando es amado,
cuidado, protegido y admirado y se siente lleno de insoportable ansiedad cuando
lo amenaza la separación de la madre. El
que permanece ligado a la autoridad del padre puede desarrollar bastante
iniciativa y actividad y, sin embargo, siempre con la condición de que haya una
autoridad presente que de órdenes, que elogie y castigue.
Otra forma de orientación
regresiva esta en la destructividad, en el deseo de superar la separación a
través de la pasión de destruirlo todo y a todos. Puede perseguirse este fin
mediante el deseo de conocerse e incorporarse todo y a todos, es decir, de
experimentar al mundo y a todo lo que hay en el mundo como comida, o mediante
la destrucción directa de todo, salvo una cosa: él mismo.
Otra forma de tratar de curar
el sufrimiento de la separación esta en construir el propio Ego, como una
“cosa” separada, fortificada, indestructible. Se experimenta entonces a si
mismo como propiedad propia, como fuerza, prestigio, intelecto propios.
La salida del individuo de la
unidad regresiva va acompañada por la superación gradual del narcisismo. Se
requiere el desarrollo de la plena madurez para superar la actitud narcisista
de omnisciencia y omnipotencia, suponiendo que se alcance alguna vez esta
etapa. Observamos esta actitud narcisista con toda claridad en la conducta de
los niños y las personas neuróticas, con la salvedad de que, en los primeros es
generalmente consciente, y en los segundos inconsciente. El niño no acepta la
realidad tal como es, sino tal como quiere que sea. Vive en sus deseos y su
visión de la realidad es lo que él quiere que sea. Si su deseo no se cumple, se
pone furioso y la función de esta furia es obligar al mundo (a través del padre
y la madre) a responder a su deseo. En el desarrollo normal del niño, esta
actitud varía lentamente hacia la actitud madura de tener conciencia de la
realidad y aceptarla, aceptar sus leyes y, por tanto, su necesidad.
En la persona neurótica
encontrarnos invariablemente que no ha llegado a este punto y no ha renunciado
a la interpretación narcisista de la realidad. Insiste en que la realidad debe
conformarse a sus ideas, y cuando reconoce que esto no es así, reacciona o bien
con el impulso de forzar a la realidad a responder a sus deseos (es decir, a
hacer lo imposible) o con el sentimiento de impotencia porque no puede realizar
lo imposible. La noción de libertad de esta persona es, tenga o no conciencia
de ello, una noción de omnipotencia narcisista, mientras que la noción de
libertad de la persona plenamente desarrollada es la de reconocer la realidad y
sus leyes, y actuar dentro de las leyes de la necesidad, relacionándose con el
mundo en forma productiva, captando al mundo con las propias capacidades de
pensamiento y afecto.
Estas
distintas metas y los caminos para alcanzarlas no son primariamente diferentes
sistemas de pensamiento.
Son diferentes modos de ser,
diferentes respuestas del hombre total a la pregunta que le hace la vida.
Son las mismas respuestas que
han sido dadas en los diversos sistemas religiosos que constituyen la historia
de la religión. Del canibalismo primitivo al budismo zen, la raza humana ha
dado solo algunas respuestas a la cuestión de la existencia, y cada hombre da
en su propia vida una de estas respuestas, aunque por lo general no tiene
conciencia de su respuesta. En nuestra cultura occidental, casi todo el mundo piensa que da la respuesta de las religiones
cristiana o judía, o la respuesta de un ateismo ilustrado y, sin embargo, si
pudiéramos tomar una radiografía mental de cada uno, encontraríamos muchos
adeptos al canibalismo, muchos adoradores de tótem, muchos que veneran ídolos
de distintos tipos, y unos cuantos cristianos, judíos, budistas, taoístas. La
religión es la respuesta formal y elaborada a la existencia del hombre, y como
puede ser compartida en la conciencia y a través del ritual con otros, hasta la
religión más inferior crea una sensación de racionalidad y de seguridad por la
misma comunión con otros. Cuando no es
compartida, cuando los deseos regresivos están en contraposición con la
conciencia y las exigencias de la cultura existente, entonces la “religión”
secreta, individual, es una neurosis.
Para entender al paciente
individual —o a cualquier ser humano— hay que saber cual es su respuesta a la cuestión de la
existencia o, para decirlo de otra manera, cual es su religión secreta,
individual, a la que se dedican todos sus esfuerzos y pasiones. La mayoría de
lo que uno considera como “problemas psicológicos” son solo consecuencias
secundarias de esta “respuesta” básica, y de ahí que resulte bastante inútil
tratar de “curarlos”, antes de haber entendido esta respuesta básica, es decir,
su religión secreta, privada.
Volviendo ahora al problema
del bienestar; cómo vamos a definirlo a la luz de lo que hemos dicho hasta
ahora?
El bienestar es
el estado de haber llegado al pleno desarrollo de la razón: la razón no en el sentido
de un juicio puramente intelectual, sino en el sentido de
captar la verdad “dejando que las cosas sean” (para usar el termino de
Heidegger) tal como son.
El bienestar es posible solo en la medida en que uno ha superado el propio
narcisismo; en la medida en que uno está abierto, en que responde, en que es
sensible y está despierto, vacío (en el sentido zen). El bienestar significa
alcanzar una relación plena con el hombre y la naturaleza afectivamente,
superar la separación y la enajenación—llegar a la experiencia de unidad con
todo lo que existe— y, sin embargo, experimentarse al mismo tiempo como el ente separado que Yo soy, como el
individuo. El bienestar significa nacer
plenamente, convertirse en lo que se es potencialmente; significa tener la
plena capacidad de la alegría y la tristeza o, para expresarlo de otra manera,
despertar del sueño a medias en que vive el hombre medio y estar permanente
despierto. Si es todo eso, significa también ser creador; es decir,
reaccionar y responder a si mismo, a los otros —a todo lo que existe—
reaccionar y responder como el hombre real, total, que soy a la realidad de
todos y de todo tal como es. En este acto de verdadera respuesta está el área
de capacidad creadora, de ver al mundo tal
como es y experimentarlo como mi mundo, el mundo creado y transformado por mi
comprensión creadora, de modo que el mundo deje de ser un mundo extraño “allí”
y se convierta en mi mundo. El bienestar significa, por
último, desprenderse del propio Ego,
renunciar a la avaricia, dejar de perseguir la preservación y el
engrandecimiento del Ego, ser y experimentarse en el acto de ser, no en el de
tener, conservar, codiciar, usar.
IV. LA NATURALEZA DE LA
CONCIENCIA, REPRESION Y DES-REPRESION
El elemento mas
característico del tratamiento psicoanalítico es, sin duda alguna, su intento
por volver
consciente el inconsciente.
En opinión de Freud, el
inconsciente es esencialmente la sede de la irracionalidad. En el pensamiento
de Jung, el significado parece casi el inverso; el inconsciente es
esencialmente la sede de las mas profundas fuentes de la sabiduría, mientras
que lo consciente es la parte intelectual de la personalidad. De acuerdo con
esta visión de lo consciente y lo
inconsciente, este es percibido como el sótano de una casa, en el que se
acumula todo lo que no encuentra lugar en la superestructura; el sótano de
Freud contiene sobre todo los vicios del hombre; el de Jung contiene
esencialmente la sabiduría humana.
Como lo ha subrayado H. S.
Sullivan, el uso de “el inconsciente” en el sentido de sector es desafortunado,
y una representación pobre de los hechos psíquicos en cuestión. Podría añadir
que la preferencia por este tipo de conceptos, sustantivo más que funcional,
corresponde a la tendencia general en la cultura occidental contemporánea a
percibir en términos de cosas que tenemos, más que a percibir en términos de ser. Tenemos un problema de ansiedad, tenemos insomnio, tenemos una depresión, tenemos un psicoanalista, lo mismo
que tenemos un automóvil, una casa o un niño. En el mismo sentido tenemos también
un “inconsciente”.
Existe otro uso de
“consciente”, que algunas veces se presta a confusión. La conciencia es
identificada con el intelecto
reflexivo y el
inconsciente con la experiencia irreflexionada. No puede objetarse, por
supuesto, este uso de consciente e inconsciente, siempre y cuando que el
significado sea claro y no se confunda con los otros dos significados. No
obstante, este uso no parece afortunado; la reflexión intelectual es, por
supuesto, siempre consciente, pero no todo lo que es consciente es reflexión
intelectual. Si miro a una persona, tengo conciencia de esa persona, tengo conciencia de lo que me sucede a mí en
relación con la persona, pero solo si me he separado de esa persona a una
distancia de sujeto a objeto, es idéntica esa conciencia a la reflexión
intelectual. Lo mismo es cierto si tengo conciencia de mi respiración, que de
ninguna manera es lo mismo que pensar en mi respiración; en realidad, cuando empiezo a pensar sobre mi respiración, dejo de tener
conciencia de mi respiración. Lo mismo es válido de todos mis actos a través de
los cuales me relaciono con el mundo.
Habiendo decidido hablar del
inconsciente y lo consciente como estados de conocimiento y falta de
conocimiento, respectivamente, más que como “partes” de la personalidad y
contenidos específicos, debemos considerar ahora el problema de que es lo que
impide que una experiencia llegue a nuestro conocimiento, es decir, que se
vuelva consciente.
Pero antes de empezar a
examinar esta cuestión, surge otra que debe ser respondida primero. Si hablamos
en un contexto psicoanalítico de conciencia e inconsciencia, se implica que la
conciencia tiene un valor superior al de la inconciencia. .Por qué habríamos de
intentar ampliar el dominio de la conciencia, si esto no fuera así? No
obstante, es obvio que la conciencia como tal, no tiene un valor particular; en
realidad, gran parte de lo que la gente tiene en su mente consciente es ficción
y engaño; y es así, no tanto porque la gente sea incapaz de ver la verdad sino por la función de la sociedad.
La mayor parte de la historia
humana (con la excepción de algunas sociedades primitivas) se caracteriza por
el hecho de que una pequeña minoría ha dominado y explotado a la mayoría de sus
semejantes. Para hacerlo, la minoría ha utilizado, por lo general, la fuerza;
pero la fuerza no es suficiente. A la larga, la mayoría ha tenido que aceptar
su propia explotación voluntariamente, y esto solo es posible si su mente se ha
llenado de toda clase de mentiras y ficciones, que justifican y explican su
aceptación del dominio de la minoría.
La cultura y el lenguaje
organizan el modo de pensar. La lógica aristotélica se basa en la ley de
identidad que afirma que A es igual a A, la ley de la no contradicción (A no es
igual a no-A) y la ley del tercero excluido (A no puede ser A y no-A, ni A ni
no-A). Aristóteles lo afirmó así: “Es imposible que la misma cosa pertenezca y
al mismo tiempo no pertenezca a la misma cosa. Este es, entonces, el más seguro
de todos los principios” .
En oposición a la lógica
aristotélica está lo que podríamos
llamar lógica
paradójica, que
supone que A y no-A no se excluyen entre si como predicados de X. La lógica
paradójica predominó en el pensamiento chino y de la India, en la filosofía de
Heráclito, y una vez más con el nombre de dialéctica, en el pensamiento de
Hegel y de Marx. El principio general de la lógica paradójica ha sido
claramente descrito en términos generales por Lao-Tse: “Las palabras que son
estrictamente verdaderas parecen ser paradójicas.” Y por Chuang-Tzu: “Lo que es uno es uno. Lo
que es no-uno es también uno.”
En tanto que una persona vive
en una cultura en la que la verdad de la lógica aristotélica no es puesta en
duda, es muy difícil, si no imposible, para ella tener conciencia de las
experiencias que contradicen la lógica aristotélica, y que por tanto, desde el
punto de vista de su cultura, carecen de sentido. Un buen ejemplo es el
concepto freudiano de la ambivalencia, que afirma que puede experimentarse amor
y odio por la misma persona al mismo tiempo. Esta experiencia, que desde el
punto de vista de la lógica paradójica es bastante “lógica”, no tiene sentido
desde el punto de vista de la lógica aristotélica. Como resultado, es muy
difícil para la mayoría de la gente el tener conciencia de sentimientos de
ambivalencia. Si tienen conciencia de amor, no pueden tener conciencia del
odio, porque carecería de sentido tener dos sentimientos contradictorios al
mismo tiempo y hacia la misma persona.
Otro aspecto del filtro,
aparte del lenguaje y la lógica, es el contenido de las experiencias.
Toda sociedad excluye ciertos
pensamientos y sentimientos de ser pensados, sentidos y expresados. ay cosas
que no solo “no se hacen” sino que ni siquiera “se piensan”. En una tribu de
guerreros, por ejemplo, cuyos miembros viven de matar y robar a los miembros de
otras tribus, podría haber un individuo que sintiera repulsión a matar y robar.
Sin embargo, es muy improbable que tuviera conciencia de este sentimiento,
porque seria incompatible con el sentimiento de toda la tribu; tener conciencia
de este sentimiento incompatible significaría el peligro de sentirse
completamente aislado y condenado al ostracismo. De ahí que un individuo con
tal sentimiento de repugnancia desarrollara probablemente un síntoma
psicosomático de vómito, en vez de dejar que el sentimiento de repugnancia
penetrara en su conciencia.
Exactamente lo contrario se
encontraría en un miembro de una tribu agrícola pacífica, que tuviera el
impulso de salir a matar y a robar a los miembros de otros grupos. Es probable
que tampoco se permitiera cobrar conciencia de sus impulsos sino que, en vez de
ello, desarrollaría un síntoma, quizá un terror intenso.
Otro ejemplo: Debe de haber
muchos comerciantes en nuestras grandes ciudades que tengan un cliente que
necesite urgentemente, digamos, un traje pero que no tenga dinero suficiente ni
para comprar el mas barato. Entre esos comerciantes debe de haber unos cuantos
con el impulso humano natural de darle el traje al cliente por el precio que
puede pagar. .Pero cuantos de ellos se permitirán cobrar conciencia de
semejante impulso? Supongo que muy pocos. La mayoría lo reprimirá y podríamos
encontrar entre esos hombres alguna conducta agresiva hacia el cliente, que
esconde el impulso inconsciente, o un sueño a la noche siguiente que lo
exprese.
Al plantear la tesis de que a los contenidos incompatibles con otros
socialmente permisibles no se les permite entrar en el campo de la conciencia,
planteamos otras dos preguntas. Por qué son ciertos contenidos incompatibles
con una sociedad dada? Además, por qué tiene el individuo tanto miedo de tener
conciencia de esos contenidos prohibidos?
En cuanto a la primera
pregunta, debo referirme al concepto del “carácter social”. Cualquier sociedad,
para sobrevivir, debe moldear el carácter de sus miembros de tal manera que quieran hacer lo que tienen que hacer; su función social debe
interiorizarse y transformarse en algo que estén obligados a hacer. Una
sociedad no puede permitir una desviación de este patrón, porque si este
“carácter social” pierde su coherencia y su firmeza, muchos individuos dejarían
de actuar como se espera que actúen y la supervivencia de la sociedad en su
forma dada estaría en peligro. Las sociedades, por supuesto, difieren según la
rigidez con que fortalecen su carácter social y la observación de los tabúes
para proteger este carácter, pero en todas las sociedades hay tabúes, cuya
violación tiene como resultado el ostracismo.
La segunda pregunta se
refiere a por que el individuo tiene tanto miedo al peligro de ostracismo
implícito que no se permite tener conciencia de los impulsos “prohibidos”. Para
decirlo brevemente, si no quiere volverse loco, tiene que relacionarse de
alguna manera con los demás. Carecer en absoluto de relaciones lo lleva a las
fronteras de la locura. Mientras que, en tanto que es un animal, tiene mucho
miedo de morir, en tanto que es un hombre tiene mucho miedo de estar
completamente solo. Este miedo, más que, como supone Freud, el miedo a la
castración, es el factor efectivo que no permite la conciencia de los
sentimientos y pensamientos tabú.
Llegamos,
pues, a la conclusión de que la conciencia y la inconciencia están socialmente
condicionadas. Tengo conciencia de todos mis sentimientos y
pensamientos que pueden penetrar el triple filtro del lenguaje (socialmente
condicionado), la lógica y los tabúes (carácter social). Las experiencias que
no pueden filtrarse permanecen fuera de la conciencia; es decir, permanecen
inconscientes.
Hay que hacer dos
advertencias en relación con el acento en la naturaleza social del
inconsciente. Una, más bien obvia, es que además de los tabúes sociales hay
elaboraciones individuales de estos tabúes que difieren de familia a familia;
un niño, temeroso de ser “abandonado” por sus padres porque tiene conciencia de
experiencias que para ellos, individualmente, son tabú, reprimirá también,
además de la represión socialmente normal, aquellos sentimientos a los que les
impide llegar a la conciencia el aspecto individual del filtro. Por otra parte,
padres de una gran apertura interior y con poca “tendencia a la represión”
tenderán, por su propia influencia, a hacer el filtro social (y el Superego)
menos estrechos e impenetrables.
La otra advertencia se
refiere a un fenómeno más complicado. Reprimimos no solo la conciencia de
aquellos impulsos que son incompatibles con el patrón social de pensamiento,
sino que tendemos también a reprimir aquellos impulsos incompatibles con el
principio de estructura y desarrollo de todo el ser humano, incompatibles con
la “conciencia humanista”, esa voz que habla en nombre del pleno desarrollo de
nuestra persona.
Los impulsos destructivos, el
impulso de regresar al seno materno o a la muerte, el impulso de comerse a
aquellos de los que se quiere estar cerca, estos y otros muchos impulsos regresivos
pueden o no ser compatibles con el carácter social, pero no son de ningún modo
compatibles con las metas inherentes a la evolución de la naturaleza del
hombre. Si un niño quiere mamar, es normal, es decir, corresponde al estado de
evolución en que se encuentra el niño en ese momento. Si un adulto tiene los
mismos fines, está enfermo; en tanto que no solo es impulsado por el pasado,
sino también por la meta inherente a su estructura total, siente la
discrepancia entre lo que es y lo que debería ser; empleando aquí “debería” no
en el sentido de un mandamiento, sino en el sentido de las metas evolucionistas
inmanentes e inherentes a los cromosomas de los que se desarrolla, así como su
futura constitución física, el color de sus ojos, etc., que están ya “presentes”
en los cromosomas.
Si el hombre pierde contacto
con el grupo social en el que vive, se asusta del aislamiento absoluto y por
este miedo no se atreve a pensar la que “no se piensa”. Pero el hombre teme
también estar completamente aislado de la humanidad, que está dentro de él y es
representada por su conciencia.
Ser completamente inhumano es
también aterrador, aunque, según parece indicar la evidencia histórica, menos
aterrador que sentirse socialmente condenado al ostracismo, suponiendo que toda
una sociedad haya adoptado normas inhumanas de conducta. Cuanto mas se aproxime
una sociedad a la norma de vida humana, menos conflicto habrá entre el
aislamiento de la sociedad y de la humanidad. Cuanto mayor es el conflicto entre los fines sociales y los fines
humanos, más se desgarra el individuo entre los dos polos peligrosos de
aislamiento. No hace falta añadir que en
la medida en que una persona —por su propio desarrollo intelectual y
espiritual— siente su solidaridad con la humanidad, puede tolerar más el
ostracismo social y a la inversa. La
capacidad de actuar de acuerdo con la propia conciencia depende del grado en
que se hayan trascendido los limites de la propia sociedad y se haya convertido
uno en ciudadano del mundo, en “cosmopolita”.
Los contenidos del
inconsciente siempre representan al hombre total, con todas sus posibilidades
de oscuridad y de luz; siempre contiene la base de las distintas respuestas que
el hombre es capaz de dar a la pregunta que plantea la existencia.
El hombre, en cualquier
cultura, tiene todas las posibilidades; es el hombre arcaico, la bestia de
presa, el caníbal, el idólatra y es el ser con la capacidad para la razón, el
amor, la justicia. El contenido del inconsciente, entonces, no es ni el bien ni
el mal, lo racional ni lo irracional; es ambos; es todo lo humano. El
inconsciente es el hombre total —menos esa parte del hombre que corresponde a
su sociedad. La conciencia representa al hombre social, las limitaciones
accidentales establecidas por la situación histórica en la que cae un
individuo. El inconsciente representa al hombre universal, al hombre total,
arraigado en el Cosmos; representa la planta que hay en el, el animal que hay
en el, el espíritu que hay en el; representa su pasado hasta el alba de la
existencia humana y representa su futuro hasta el día en que el hombre llegue a
ser plenamente humano y la naturaleza se humanice lo mismo que el hombre se
“naturalice”.
Definiendo la conciencia y el
inconsciente como lo hemos hecho, qué significa hablar de hacer consciente el
inconsciente, de des-represión?
Cuando nos liberamos del
concepto freudiano limitado del inconsciente y seguimos el concepto arriba
expuesto, el fin de Freud, la transformación del inconsciente en consciente (“Id en Ego”), adquiere un significado
más amplio y más profundo. Hacer
del inconsciente consciente transforma la mera idea de la universalidad del
hombre en la experiencia viva de esa universalidad; es la realización en la
experiencia del humanismo.
Freud advirtió claramente
como la represión interfiere con el sentido de la realidad de una persona y
como la supresión de la represión conduce a una nueva apreciación de la
realidad. Freud llamaba al efecto distorsionador de los impulsos inconscientes
“transferencia”; más adelante, H. S. Sullivan llamo al mismo fenómeno
“deformación paratáxica”. Freud descubrió, primero en la relación del paciente
con el analista, que el paciente no veía al analista como este es, sino como una proyección de
sus (las del paciente) propias aspiraciones, deseos y ansiedades, tal como se
formaron originalmente en sus experiencias con las personas importantes de su
infancia. Solo cuando el paciente entra en contacto con su inconsciente puede
superar las distorsiones producidas por el mismo y ver a la persona del analista,
así como a la de su padre o su madre, tal como son.
Lo que Freud descubrió es el
hecho de que vemos la realidad deformada. Que creemos ver a una persona tal
como es, mientras que en realidad vemos nuestra proyección de una imagen de la
persona sin tener conciencia de ello. Freud vio no solo la influencia
deformadora de la transferencia, sino también las numerosas influencias
deformadoras de la represión. En tanto que una persona es movida por impulsos
desconocidos para ella y en contraste con su pensamiento consciente (que
representa las demandas de la realidad social), puede proyectar sus propios
deseos inconscientes en otra persona y no tener conciencia de ellos, por tanto,
dentro de si mismo sino —con indignación— en el otro (“proyección”). O bien, puede
inventar razones racionales de impulsos que en si mismos tienen una fuente
totalmente diferente. Este razonamiento consciente, que es una seudo
explicación de fines cuyos verdaderos motivos son inconscientes, fue llamado
por Freud racionalización.
Ya sea que hagamos referencia
a la transferencia, la proyección o las racionalizaciones, la mayor parte de
aquello de lo que tiene conciencia una persona es una ficción —mientras que
algo que reprime (es decir, que es inconsciente) es real.
Tomando en cuenta lo que
hemos dicho sobre la influencia entorpecedora de la sociedad y considerando
además nuestro concepto más amplio de lo que constituye el inconsciente,
llegamos a un nuevo concepto del inconsciente-consciente. Podemos empezar por
decir que la persona media, aunque piensa que está despierta, está en realidad
medio dormida. Por “medio dormida” quiero decir que su contacto con la realidad
es muy parcial; la mayor parte de lo que considera como realidad (fuera o
dentro de si misma) es una serie de ficciones que su mente construye. Tiene
conciencia de la realidad solo en la medida en que el funcionamiento social lo
hace necesario. Tiene conciencia de sus semejantes en tanto que necesita
cooperar con ellos; tiene conciencia de la realidad material y social en tanto
que necesita conocerla para manipularla. Tiene conciencia de la realidad en la medida en que
la meta de la supervivencia hace necesaria esa conciencia. (Haciendo la distinción
inversa, en el estado de sueño, la conciencia de la realidad exterior se suspende,
aunque se recupera fácilmente en caso de necesidad. En el caso de locura, la
plena conciencia de la realidad exterior está ausente y no es recuperable
siquiera en una emergencia.)
La
conciencia de la persona media es sobre todo “falsa conciencia” integrada por
ficciones e ilusión, mientras que justo de lo que no tiene conciencia es de la
realidad.
Podemos diferenciar así entre
aquello de lo que es
consciente una
persona y aquello de la que se
vuelve consciente.
Es consciente, principalmente, de ficciones; puede volverse consciente de las realidades
que están por debajo de estas ficciones.
Hay otro aspecto del
inconsciente que se desprende de las premisas analizadas antes. En tanto que la conciencia representa solo al pequeño
sector de experiencia socialmente moldeada y el inconsciente representa la
riqueza y la profundidad del hombre universal, el estado de represión resulta
en el hecho de que yo, la persona accidental, social, estoy separado de mi
mismo, la persona total humana. Soy un extraño a mí mismo, y en la misma medida
todos las demás son extraños para mí. Estoy separado de la vasta área de
experiencia que es humana y soy un fragmento de hombre, un inválido que
experimenta solo una pequeña parte de lo que es real en si mismo y de lo que es
real en los demás.
Qué sucede entonces en el
proceso en el que el inconsciente se vuelve consciente? Para responder a esta
pregunta seria mejor reformularla. No hay algo que pueda llamarse “la
conciencia” ni algo que pueda llamarse “el inconsciente”. Hay grados de
conciencia-conocimiento y de inconciencia-desconocimiento. Nuestra pregunta
debería ser más bien: Qué sucede cuando cobro conciencia de lo que no había
tenido conciencia antes? De acuerdo con lo que ya se ha dicho, la respuesta
general a esta pregunta es que cada paso en este proceso tiende al conocimiento
del carácter ficticio, irreal, de nuestra conciencia “normal”. Cobrar
conciencia de lo inconsciente y ampliar así la propia conciencia significa
entrar en contacto con la realidad y, en este sentido, con la verdad
(intelectual y afectivamente). Ampliar la
conciencia significa despertarse, quitar un velo, abandonar la caverna, hacer
luz en la oscuridad.
.Podría ser ésta la misma
experiencia que los budistas zen llaman “iluminación”?
Quiero examinar un poco más
ahora un aspecto crucial del psicoanálisis, es decir, la naturaleza de la
visión y el conocimiento que
debe afectar la transformación del inconsciente en consciente.
Sin duda, en los primeros años de su
investigación psicoanalítica, Freud compartió la creencia racionalista
convencional de que el conocimiento era intelectual, teórico. Pensaba que
bastaba explicar al paciente por que se habían producido ciertos procesos y
decirle lo que el analista descubría en su inconsciente. Este conocimiento
intelectual, llamado “interpretación”, debía efectuar un cambio en el paciente.
Pero pronto Freud y otros analistas habrían de descubrir la verdad de la
afirmación de Spinoza de que el
conocimiento intelectual conduce
a un cambio en la medida en que es también conocimiento afectivo. Se hizo evidente que el
conocimiento intelectual como tal no produce ningún cambio, salvo quizá en el
sentido de que mediante el conocimiento intelectual de sus propios conflictos
inconscientes una persona puede ser más capaz de controlarlos —lo que es más
bien, sin embargo, el fin de la ética tradicional, más que del psicoanálisis.
Mientras el paciente permanece en la actitud del observador científico imparcial, considerándose como el objeto de
su investigación, no está en contacto con su inconsciente, salvo al pensar acerca de él; no experimenta la realidad más amplia, más
profunda, dentro de si mismo. El
descubrimiento del propio inconsciente no es, justo, un acto intelectual, sino
una experiencia afectiva, que solo difícilmente puede traducirse en palabras,
si acaso puede hacerse. Esto no significa que el pensamiento y la
especulación no puedan preceder al acto de descubrimiento; pero el acto mismo de descubrimiento es siempre
una experiencia total. Es total en el sentido de que
toda la persona lo experimenta; es una experiencia que se caracteriza por su
espontaneidad y su acaecer repentino. Se abren de pronto los ojos; uno y el
mundo aparecen a una luz distinta, son vistos desde un punto de vista
diferente. Por lo general, hay mucha angustia antes de que se produzca esta
experiencia, mientras que después se produce un nuevo sentimiento de fuerza y
certidumbre.
El proceso de descubrir el
inconsciente puede describirse como una serie de experiencias cada vez más
amplias, que son sentidas profundamente y que trascienden el conocimiento
teórico, intelectual. La importancia de este tipo de conocimiento por la
experiencia esta
en el hecho de que trasciende al tipo de conocimiento y conciencia en que el
sujeto-intelecto se observa como un objeto y que en consecuencia, trasciende el
concepto occidental, racionalista, del conocimiento. Excepciones en la
tradición occidental, cuando se trata del conocimiento por la experiencia, se
encuentran en la que Spinoza consideraba como la más elevada forma del
conocimiento: la intuición; en la intuición intelectual de Fichte; o en la
conciencia creadora de Bergson. Todas estas categorías de la intuición
trascienden el conocimiento dividido entre sujeto y objeto.
Debe mencionarse otro punto
en nuestro breve esquema de los elementos esenciales del psicoanálisis: el papel del
psicoanalista.
Originalmente no difería del
papel del médico que “trataba” a una paciente. Pero después de algunos años la
situación cambió radicalmente. Freud reconoció que el analista mismo necesitaba
ser analizado, es decir, pasar por el mismo proceso al que habría de someterse
después su paciente. Esta necesidad del análisis del analista se explicaba como
resultado de la necesidad de liberar al analista de sus propias cegueras,
tendencias neuróticas, etc. Pero esta explicación parece insuficiente, por lo
que se refiere a la propia opinión de Freud, si consideramos sus primeras
afirmaciones, citadas más arriba, cuando hablaba de que el analista debía ser
un “modelo”, un “maestro”, capaz de conducir una relación entre el mismo y el
paciente basada en un “amor a la verdad” que impide cualquier tipo de
“impostura o engaño”. Freud parece haber sentido que el analista tiene una
función que trasciende a la del médico en su relación con el paciente. Pero no
modificó su concepto fundamental, el de que el analista era el observador
imparcial —y el paciente su objeto
de observación.
En la historia del
psicoanálisis, este concepto del observador desprendido se modificó en dos
sentidos: primero por Ferenczi, que en los últimos años de su vida postuló que no bastaba con que el analista observara e
interpretara; que tenía que ser capaz de amar al paciente con ese amor que el
paciente había necesitado como niño y, sin embargo, nunca había experimentado.
Ferenczi no sostenía que el analista debiera sentir amor erótico por su
paciente sino, más bien, un amor maternal o paternal o, más generalmente, una
preocupación amorosa.
H. S. Sullivan trató el mismo
punto desde un aspecto diferente. Creyó que el analista no debía tener una
actitud de observador desprendido, sino de “observador participante”, tratando así de trascender la idea ortodoxa de la
separación del analista. En mi propia opinión, quizá Sullivan no fue lo
suficientemente lejos y sería preferible la definición del papel del analista
como el de un participante
observador más
que el de un observador participante.
Pero aun la expresión
“participante” no expresa exactamente lo que se quiere decir; “participar”
sigue siendo estar fuera. El conocimiento
de otra persona requiere estar dentro de ella, ser ella. El analista entiende
al paciente solo en tanto que el mismo experimente todo lo que el paciente
experimenta; de otra manera, solo tendrá un conocimiento intelectual acerca
del paciente, pero nunca conocerá realmente lo que el
paciente experimenta,
ni será capaz de expresarle que comparte y entiende su experiencia (la del
paciente). En esta relación productiva entre analista y paciente, en el acto de
comprometerse plenamente con el paciente, de estar plenamente abierto y ser
capaz de responderle, de empaparse de el, como si dijéramos, en esta relación
de centro a centro, ésta una de las condiciones esenciales para la comprensión
psicoanalítica y la curación. El analista debe convertirse en el paciente y,
sin embargo, debe ser él mismo; debe olvidarse que es el médico y, sin embargo,
debe permanecer consciente de ello. Solo cuando acepta esta paradoja, puede dar
“interpretaciones” autorizadas por estar arraigadas en su propia experiencia.
El analista analiza al paciente, pero el
paciente también analiza al analista porque éste, al compartir el inconsciente
del paciente, no puede evitar aclarar su propio inconsciente. De ahí que el
analista no solo cure al paciente, sino que también sea curado por él. No solo
entiende al paciente, sino que eventualmente el paciente lo entiende. Cuando se
llega a esta etapa, se han alcanzado la solidaridad y la comunión.
Esta relación con el paciente
debe ser realista y libre de todo sentimentalismo. Ni el analista ni ningún hombre puede “salvar” a otro ser humano. Puede
actuar como guía —o como partera—, puede mostrar el camino, quitar obstáculos y
algunas veces prestar alguna ayuda directa, pero nunca puede hacer por el
paciente lo que solo el paciente puede hacer por si mismo. Debe aclararse
perfectamente esto al paciente, no solo con palabras, sino con toda su actitud.
Debe subrayar también la conciencia de la situación realista que es aun más
limitada de lo que debe serlo necesariamente una relación entre dos personas;
si él, el analista, ha de vivir su propia vida, y si debe servir a numerosos
pacientes simultáneamente, hay limitaciones de tiempo y espacio. Pero no hay
limitación en el aquí y el ahora del encuentro entre paciente y analista. Durante este encuentro, durante la sesión
analítica, cuando los dos se hablan entre sí, nada hay mas importante en el
mundo que ese hablarse entre si —para el paciente lo mismo que para el analista.
El
análisis didáctico del analista no es el fin, sino el principio de un proceso
continuado de análisis, es decir, de creciente lucidez.
Extractos de “Budismo
zen y Psicoanálisis”
D. T. Suzuki y
Erich Fromm
No hay comentarios:
Publicar un comentario