jueves, 3 de abril de 2014

Extractos de Budismo zen y Psicoanálisis


                                                                                           Extractos de “Budismo zen y Psicoanálisis”

                                                                                                                       D. T. Suzuki y Erich Fromm


VALORES Y METAS EN LOS CONCEPTOS PSICOANALITICOS DE FREUD


El psicoanálisis es una expresión característica de la crisis espiritual del hombre occidental y un intento por encontrar una solución. Así se ve, explícitamente, en los desarrollos más recientes del psicoanálisis, en el análisis humanista o existencialista. Pero antes de examinar mi propio concepto humanista quiero demostrar que, en contra de una suposición ampliamente sostenida, el propio sistema de Freud trascendía el concepto de enfermedad y curación y se preocupaba por la “salvación” del hombre, más que solo por una terapia para pacientes con una enfermedad mental.

En apariencia Freud fue el creador de una nueva terapia para la enfermedad mental y éste fue el tema al que dedicó su interés principal y todos los esfuerzos de su vida. No obstante, si mirarnos más de cerca, encontramos que detrás de este concepto de una terapia médica para la cura de la neurosis, había un interés enteramente diverso, rara vez expresado por Freud y probablemente casi nunca consciente ni siquiera para él mismo. Este concepto escondido o solo implícito no se refería principalmente a la cura de la enfermedad mental, sino a algo que trascendía el concepto de enfermedad y curación. Qué era este algo? Cuál era la naturaleza del movimiento psicoanalítico que fundó? Cuál era la visión de Freud sobre el futuro del hombre? Cuál era el dogma en el que se fundaba este movimiento?

Freud respondió a esta pregunta quizá más claramente con la frase: “Donde estaba el Id allí debería estar el Ego.” Su finalidad era el dominio de las pasiones irracionales e inconscientes por la razón: la liberación del hombre del poder del inconsciente, dentro de las posibilidades del hombre. El hombre tenía que cobrar conciencia de las fuerzas inconscientes que había en su interior, para dominarlas y controlarlas. El fin de Freud era el conocimiento óptimo de la verdad y ése es el conocimiento de la realidad; este conocimiento era para él la única luz orientadora que el hombre tenía sobre la tierra. Estos fines eran los fines tradicionales del racionalismo, de la filosofía de la Ilustración y de la ética puritana.

Pero mientras que la religión y la filosofía habían postulado estos fines del autocontrol en que podría llamarse una manera utópica, Freud era —o creía ser— el primero en colocar estos fines sobre una base científica (mediante la exploración del inconsciente) y mostrar así el camino hacia su realización.

Si bien Freud representa la culminación del racionalismo occidental, su genio consistió en superar al mismo tiempo los aspectos falsamente racionalistas y superficialmente optimistas del racionalismo, y en crear una síntesis con el romanticismo, el movimiento que, durante el siglo XIX, se opuso al racionalismo, con su interés y reverencia hacia el lado irracional y afectivo del hombre.

En relación con el tratamiento del individuo, Freud se preocupó también por un fin más filosófico y ético  de lo que generalmente se creía. En las Conferencias Introductorias, habla de los intentos que algunas prácticas místicas hacen por producir una transformación básica dentro de la personalidad. “Tenemos que reconocer —continúa— que los esfuerzos terapéuticos del psicoanálisis han escogido un objetivo semejante. Su intención es fortalecer al Ego, hacerlo más independiente del Super-Ego, ampliar su campo de observación, de modo que pueda apropiarse de nuevas partes del Id. Donde estaba el Id, allí deberá estar el Ego. Es una labor de cultura. En el mismo sentido habla de la terapia psicoanalítica como algo que consiste en “la liberación del ser humano de sus síntomas neuróticos, inhibiciones y anormalidades de carácter.”

Ve también el papel del analista bajo una luz que trasciende a la del médico que “cura” al paciente. “Finalmente —escribe Freud— no debemos olvidar que la relación entre el analista y el paciente se basa en un amor a la verdad, es decir, en el reconocimiento de la realidad, que impide cualquier tipo de fingimiento y engaño.

Hay otros factores en el concepto del psicoanálisis de Freud que trascienden la noción convencional de enfermedad y cura. Los familiarizados con el pensamiento oriental y en especial con el budismo zen observarán que los factores que voy a mencionar no carecen de relación con conceptos y pensamientos de la mente oriental. El principio que debemos mencionar primero es el concepto de Freud acerca de que el conocimiento conduce a la transformación, de que la teoría y la práctica no deben separarse, de que en el acto mismo de conocerse a uno mismo, uno se transforma.

No es necesario acentuar cuan diferente es esta idea de los conceptos de la psicología científica en la época de Freud o en la nuestra, cuando el conocimiento en si mismo sigue siendo un conocimiento teórico y no tiene una función transformadora en el cognoscente.

También en otro aspecto, el método de Freud tiene una estrecha relación con el pensamiento oriental y en especial con el budismo zen. Freud no compartía la alta valoración de nuestro sistema de pensamiento consciente, tan característico del hombre occidental moderno. Por el contrario, creía que nuestro pensamiento consciente era solo una pequeña parte de todo el proceso psíquico que se produce en nosotros y, de hecho, una parte insignificante en comparación con la tremenda fuerza de esas fuentes dentro de nosotros mismos, oscuras e irracionales y, al mismo tiempo, inconscientes. Freud, en su deseo de llegar a penetrar en la naturaleza real de una persona, quería atravesar el sistema de pensamiento consciente con su método de libre asociación. La libre asociación debía ir más allá del pensamiento lógico, consciente, convencional. Debía conducir a una nueva fuente de nuestra personalidad, es decir, el inconsciente.

Cualquiera que sea la critica que pueda hacerse a los contenidos del inconsciente de Freud, persiste el hecho de que, al acentuar la libre asociación frente al pensamiento lógico, trascendió en un punto esencial el modo racionalista convencional de pensar del mundo occidental y  siguió una dirección que se había desarrollado mucho más y más radicalmente en el pensamiento del Oriente.

Hay otro punto en el que Freud difiere por completo de la actitud occidental contemporánea. Me refiero aquí al hecho que estaba dispuesto a analizar a una persona durante uno, dos, tres, cuarto, cinco o más años. Este procedimiento ha sido la razón, en realidad, de gran parte de la crítica contra Freud. No hace falta decir que se debe intentar hacer el análisis lo más eficaz posible, pero lo que quiero subrayar aquí es que Freud tenía el valor de decir que era posible pasarse años con una persona, solo para ayudar a esa persona a entenderse. Desde el punto de vista de la utilidad, desde el punto de vista de pérdidas y ganancias, esto no tiene mucho sentido. Podría decirse más bien que el tiempo gastado en un análisis tan prolongado no vale la pena, si se considera el efecto social del cambio de una persona. El método de Freud solo tiene sentido si se trasciende el concepto moderno de “valor”, de la relación apropiada entre medios y fines, de la hoja de balance como si dijéramos; si se toma la posición de que un ser humano no puede medirse con ninguna cosa, que su emancipación, su bienestar, su iluminación, o cualquier término que pudiéramos querer usar, es una cuestión de “importancia definitiva” por si misma, que ninguna cantidad de tiempo ni de dinero puede relacionarse con este fin en términos cuantitativos. Haber tenido la visión y el valor de descubrir un método que implicaba esta preocupación prolongada por una persona, fue la manifestación de una actitud que trascendió el pensamiento occidental convencional en un aspecto importante.


A principios del siglo, las personas que acudían al psiquiatra eran, principalmente, personas que sufrían síntomas. Tenían un brazo paralizado, un síntoma obsesivo, por ejemplo, una compulsión a lavarse, o sufrían de ideas obsesivas que no podían rechazar. En otras palabras, estaban enfermos en el sentido en que la palabra “enfermedad” se emplea en medicina; algo les impedía funcionar socialmente según funciona la persona llamada normal. Si sufrían de esto, su concepto de la curación correspondía al concepto de la enfermedad. Querían librarse de los síntomas y su concepto del “bienestar” era no estar enfermos. Querían estar tan bien como la persona media o, como podríamos decir también, querían no sentirse más infelices o perturbados de lo que lo está la persona media en nuestra sociedad. Estas personas todavía vienen al psicoanalista en busca de ayuda y para ellos el psicoanálisis sigue siendo una terapia que tiende a la supresión de sus síntomas y a permitirles funcionar socialmente. Pero mientras que en una época constituyeron la mayoría de la clientela de un psicoanalista, ahora constituyen la minoría, quizá no porque su número absoluto sea más pequeño ahora que entonces, sino porque su número es relativamente más pequeño en comparación con los numerosos “pacientes” nuevos que funcionan socialmente, que no están enfermos en el sentido convencional, pero que sufren de la “maladie du siecle”, ese malestar, esa muerte interior a la que me he estado refiriendo.

Estos nuevos “pacientes” vienen al psicoanalista sin saber de qué sufren realmente. Se quejan de estar deprimidos, de insomnio, de ser infelices en su matrimonio, de no disfrutar de su trabajo y otros trastornos semejantes. Generalmente creen que este o aquel síntoma en particular constituye su problema y que, si pudieran librarse de ese trastorno especial, se pondrían bien. No obstante, estos pacientes no ven que su problema no es la depresión, el insomnio, el matrimonio ni el trabajo. Estas quejas diversas son solo la forma consciente en que nuestra cultura les permite expresar algo que está mucho más profundo y que tienen en común las distintas personas que consideran conscientemente que sufren de este o aquel síntoma en particular. El sufrimiento común es la enajenación de uno mismo, de nuestros semejantes y de la naturaleza; la conciencia de que la vida se nos escapa de las manos como arena y que moriremos sin haber vivido; que se vive en medio de la abundancia y, sin embargo, no se siente alegría.

.Cual es la ayuda que puede ofrecer el psicoanálisis a los que sufren de la “maladie du siecle”? Esta ayuda es —y debe ser— diferente de la “curación” que consiste en suprimir los síntomas y que se ofrece a los que no pueden funcionar socialmente. Para los que sufren de la enajenación, la curación no consiste en la ausencia de enfermedad, sino en la presencia del bienestar.


 LA NATURALEZA DEL BIENESTAR - LA EVOLUCION PSIQUICA DEL HOMBRE

El primer intento de dar una definición del bienestar puede ser este: el bienestar es estar de acuerdo con la naturaleza del hombre.

 Si vamos mas allá de esta declaración formal surge la pregunta: Qué es estar de acuerdo con las condiciones de la existencia humana? Cuáles son estas condiciones?

La existencia humana plantea un problema. El hombre es lanzado a este mundo sin su voluntad y retirado de este mundo también sin contar con su voluntad. A diferencia del animal, que en sus instintos tiene un mecanismo “innato” de adaptación a su medio y vive completamente dentro de la naturaleza, el hombre carece de este mecanismo instintivo. Tiene que vivir su vida, no es vivido por ella. Está en la naturaleza y, sin embargo, trasciende a la naturaleza; tiene conciencia de si mismo y esta conciencia de si como un ente separado lo hace sentirse insoportablemente solo, perdido,  impotente. El hecho mismo de nacer plantea un problema. En el momento del nacimiento, la vida le plantea una pregunta al hombre, y él debe responder a esta pregunta. Debe responderla en todo momento; no su espíritu, ni su cuerpo, sino él, la persona que piensa y sueña, que duerme y come, que llora y ríe, el hombre total.

Cuál es la pregunta que plantea la vida? La pregunta es: .cómo podemos superar el sufrimiento, el aprisionamiento, la vergüenza que crea la experiencia de separación; cómo podernos encontrar la unión dentro de nosotros mismos, con nuestro semejante, con la naturaleza? El hombre tiene que responder a esta pregunta de alguna manera. La pregunta es siempre la misma. No obstante, hay diversas respuestas o, básicamente, hay solo dos respuestas. Una es superar la separación y encontrar la unidad en la regresión al estado de unidad que existía antes de que despertara la conciencia, es decir, antes del nacimiento del hombre. La otra respuesta es nacer plenamente, desarrollar la propia conciencia, la propia razón, la propia capacidad de amar, hasta tal punto que se trascienda la propia envoltura egocéntrica y se llegue a una nueva armonía, a una nueva unidad con el mundo.

Cuando hablamos de nacimiento nos referimos por lo general al acto de nacimiento fisiológico que se produce para el infante humano alrededor de los nueve meses después de la concepción. Pero en muchos sentidos se valora demasiado la importancia de este nacimiento. En muchos aspectos importantes, la vida del niño, una semana después de nacido, se parece mas a la existencia intrauterina que a la existencia de un hombre o una mujer adultos. Hay, sin embargo, un aspecto único del nacimiento: se rompe el cordón umbilical y el niño inicia su primera actividad: la respiración. Cualquier rompimiento de los lazos primarios es posible, desde este momento, solo en la medida en que este rompimiento vaya acompañado de una verdadera actividad.

El nacimiento no es un acto; es un proceso. El fin de la vida es nacer plenamente, aunque su tragedia es que la mayoría de nosotros muere antes de haber nacido así. Vivir es nacer a cada instante. La muerte se produce cuando ese nacimiento se detiene. Fisiológicamente, nuestro sistema celular está en un proceso de continuo nacimiento; psicológicamente, sin embargo, la mayoría de nosotros dejamos de nacer en determinado momento. Algunos nacen muertos; siguen viviendo fisiológicamente si bien, mentalmente, su aspiración es volver al seno materno, a la tierra, a la oscuridad, a la muerte; están locos, o muy cerca de estarlo. Otros muchos van un poco más lejos por el camino de la vida. No obstante, no pueden romper el cordón umbilical del todo, como si dijéramos; permanecen simbióticamente ligados a la madre, al padre, a la familia, la raza, el Estado, la posición social, el dinero, los dioses, etc.; nunca surgen plenamente como ellos mismos y, en consecuencia, nunca nacen plenamente.

El intento regresivo de responder al problema de la existencia puede asumir distintas formas; lo común a todas es que necesariamente fracasan y conducen al sufrimiento. Una vez que el hombre es separado de la unidad prehumana, de la unidad paradisíaca con la naturaleza, nunca puede volver a donde vino; dos ángeles con fieras espadas le cierran el regreso. Solo en la muerte o en la locura puede realizarse esa vuelta, no en la vida ni en la salud. El hombre puede tratar de encontrar esta unidad regresiva en diversos niveles, que son al mismo tiempo diversos niveles de patología e irracionalidad. Puede sentirse poseído por la pasión de volver al seno materno, a la madre tierra, a la muerte. Si este objetivo se apodera de él y no es controlado, el resultado es el suicidio o la locura. Una forma menos patológica de la busca regresiva de la unidad es el deseo de permanecer ligado al pecho materno, a la mano materna o al mando paterno.

Las diferencias entre estos distintos deseos marcan las diferencias entre diversos tipos de personalidades. El que permanece en el pecho de la madre es la criatura que sigue mamando, eternamente dependiente, que tiene una sensación de euforia cuando es amado, cuidado, protegido y admirado y se siente lleno de insoportable ansiedad cuando lo amenaza la separación de la madre.  El que permanece ligado a la autoridad del padre puede desarrollar bastante iniciativa y actividad y, sin embargo, siempre con la condición de que haya una autoridad presente que de órdenes, que elogie y castigue.

Otra forma de orientación regresiva esta en la destructividad, en el deseo de superar la separación a través de la pasión de destruirlo todo y a todos. Puede perseguirse este fin mediante el deseo de conocerse e incorporarse todo y a todos, es decir, de experimentar al mundo y a todo lo que hay en el mundo como comida, o mediante la destrucción directa de todo, salvo una cosa: él mismo.

Otra forma de tratar de curar el sufrimiento de la separación esta en construir el propio Ego, como una “cosa” separada, fortificada, indestructible. Se experimenta entonces a si mismo como propiedad propia, como fuerza, prestigio, intelecto propios.

La salida del individuo de la unidad regresiva va acompañada por la superación gradual del narcisismo. Se requiere el desarrollo de la plena madurez para superar la actitud narcisista de omnisciencia y omnipotencia, suponiendo que se alcance alguna vez esta etapa. Observamos esta actitud narcisista con toda claridad en la conducta de los niños y las personas neuróticas, con la salvedad de que, en los primeros es generalmente consciente, y en los segundos inconsciente. El niño no acepta la realidad tal como es, sino tal como quiere que sea. Vive en sus deseos y su visión de la realidad es lo que él quiere que sea. Si su deseo no se cumple, se pone furioso y la función de esta furia es obligar al mundo (a través del padre y la madre) a responder a su deseo. En el desarrollo normal del niño, esta actitud varía lentamente hacia la actitud madura de tener conciencia de la realidad y aceptarla, aceptar sus leyes y, por tanto, su necesidad.

En la persona neurótica encontrarnos invariablemente que no ha llegado a este punto y no ha renunciado a la interpretación narcisista de la realidad. Insiste en que la realidad debe conformarse a sus ideas, y cuando reconoce que esto no es así, reacciona o bien con el impulso de forzar a la realidad a responder a sus deseos (es decir, a hacer lo imposible) o con el sentimiento de impotencia porque no puede realizar lo imposible. La noción de libertad de esta persona es, tenga o no conciencia de ello, una noción de omnipotencia narcisista, mientras que la noción de libertad de la persona plenamente desarrollada es la de reconocer la realidad y sus leyes, y actuar dentro de las leyes de la necesidad, relacionándose con el mundo en forma productiva, captando al mundo con las propias capacidades de pensamiento y afecto.

Estas distintas metas y los caminos para alcanzarlas no son primariamente diferentes sistemas de pensamiento. Son diferentes modos de ser, diferentes respuestas del hombre total a la pregunta que le hace la vida.

Son las mismas respuestas que han sido dadas en los diversos sistemas religiosos que constituyen la historia de la religión. Del canibalismo primitivo al budismo zen, la raza humana ha dado solo algunas respuestas a la cuestión de la existencia, y cada hombre da en su propia vida una de estas respuestas, aunque por lo general no tiene conciencia de su respuesta. En nuestra cultura occidental, casi todo el mundo piensa que da la respuesta de las religiones cristiana o judía, o la respuesta de un ateismo ilustrado y, sin embargo, si pudiéramos tomar una radiografía mental de cada uno, encontraríamos muchos adeptos al canibalismo, muchos adoradores de tótem, muchos que veneran ídolos de distintos tipos, y unos cuantos cristianos, judíos, budistas, taoístas. La religión es la respuesta formal y elaborada a la existencia del hombre, y como puede ser compartida en la conciencia y a través del ritual con otros, hasta la religión más inferior crea una sensación de racionalidad y de seguridad por la misma comunión con otros.  Cuando no es compartida, cuando los deseos regresivos están en contraposición con la conciencia y las exigencias de la cultura existente, entonces la “religión” secreta, individual, es una neurosis.


Para entender al paciente individual —o a cualquier ser humano— hay que saber cual es su respuesta a la cuestión de la existencia o, para decirlo de otra manera, cual es su religión secreta, individual, a la que se dedican todos sus esfuerzos y pasiones. La mayoría de lo que uno considera como “problemas psicológicos” son solo consecuencias secundarias de esta “respuesta” básica, y de ahí que resulte bastante inútil tratar de “curarlos”, antes de haber entendido esta respuesta básica, es decir, su religión secreta, privada.


Volviendo ahora al problema del bienestar; cómo vamos a definirlo a la luz de lo que hemos dicho hasta ahora?

El bienestar es el estado de haber llegado al pleno desarrollo de la razón: la razón no en el sentido de un juicio puramente intelectual, sino en el sentido de captar la verdad “dejando que las cosas sean” (para usar el termino de Heidegger) tal como son. El bienestar es posible solo en la medida en que uno ha superado el propio narcisismo; en la medida en que uno está abierto, en que responde, en que es sensible y está despierto, vacío (en el sentido zen). El bienestar significa alcanzar una relación plena con el hombre y la naturaleza afectivamente, superar la separación y la enajenación—llegar a la experiencia de unidad con todo lo que existe— y, sin embargo, experimentarse al mismo tiempo como el ente separado que Yo soy, como el individuo. El bienestar significa nacer plenamente, convertirse en lo que se es potencialmente; significa tener la plena capacidad de la alegría y la tristeza o, para expresarlo de otra manera, despertar del sueño a medias en que vive el hombre medio y estar permanente despierto. Si es todo eso, significa también ser creador; es decir, reaccionar y responder a si mismo, a los otros —a todo lo que existe— reaccionar y responder como el hombre real, total, que soy a la realidad de todos y de todo tal como es. En este acto de verdadera respuesta está el área de capacidad creadora, de ver al mundo tal como es y experimentarlo como mi mundo, el mundo creado y transformado por mi comprensión creadora, de modo que el mundo deje de ser un mundo extraño “allí” y se convierta en mi mundo. El bienestar significa, por último, desprenderse del propio Ego, renunciar a la avaricia, dejar de perseguir la preservación y el engrandecimiento del Ego, ser y experimentarse en el acto de ser, no en el de tener, conservar, codiciar, usar.


IV. LA NATURALEZA DE LA CONCIENCIA, REPRESION Y DES-REPRESION

El elemento mas característico del tratamiento psicoanalítico es, sin duda alguna, su intento por volver consciente el inconsciente.

En opinión de Freud, el inconsciente es esencialmente la sede de la irracionalidad. En el pensamiento de Jung, el significado parece casi el inverso; el inconsciente es esencialmente la sede de las mas profundas fuentes de la sabiduría, mientras que lo consciente es la parte intelectual de la personalidad. De acuerdo con esta visión de lo consciente y lo  inconsciente, este es percibido como el sótano de una casa, en el que se acumula todo lo que no encuentra lugar en la superestructura; el sótano de Freud contiene sobre todo los vicios del hombre; el de Jung contiene esencialmente la sabiduría humana.

Como lo ha subrayado H. S. Sullivan, el uso de “el inconsciente” en el sentido de sector es desafortunado, y una representación pobre de los hechos psíquicos en cuestión. Podría añadir que la preferencia por este tipo de conceptos, sustantivo más que funcional, corresponde a la tendencia general en la cultura occidental contemporánea a percibir en términos de cosas que tenemos, más que a percibir en términos de ser. Tenemos un problema de ansiedad, tenemos insomnio, tenemos una depresión, tenemos un psicoanalista, lo mismo que tenemos un automóvil, una casa o un niño. En el mismo sentido tenemos también un “inconsciente”.

Existe otro uso de “consciente”, que algunas veces se presta a confusión. La conciencia es identificada con el intelecto reflexivo y el inconsciente con la experiencia irreflexionada. No puede objetarse, por supuesto, este uso de consciente e inconsciente, siempre y cuando que el significado sea claro y no se confunda con los otros dos significados. No obstante, este uso no parece afortunado; la reflexión intelectual es, por supuesto, siempre consciente, pero no todo lo que es consciente es reflexión intelectual. Si miro a una persona, tengo conciencia de esa persona, tengo conciencia de lo que me sucede a mí en relación con la persona, pero solo si me he separado de esa persona a una distancia de sujeto a objeto, es idéntica esa conciencia a la reflexión intelectual. Lo mismo es cierto si tengo conciencia de mi respiración, que de ninguna manera es lo mismo que pensar en mi respiración; en realidad, cuando empiezo a pensar sobre mi respiración, dejo de tener conciencia de mi respiración. Lo mismo es válido de todos mis actos a través de los cuales me relaciono con el mundo.


Habiendo decidido hablar del inconsciente y lo consciente como estados de conocimiento y falta de conocimiento, respectivamente, más que como “partes” de la personalidad y contenidos específicos, debemos considerar ahora el problema de que es lo que impide que una experiencia llegue a nuestro conocimiento, es decir, que se vuelva consciente.

Pero antes de empezar a examinar esta cuestión, surge otra que debe ser respondida primero. Si hablamos en un contexto psicoanalítico de conciencia e inconsciencia, se implica que la conciencia tiene un valor superior al de la inconciencia. .Por qué habríamos de intentar ampliar el dominio de la conciencia, si esto no fuera así? No obstante, es obvio que la conciencia como tal, no tiene un valor particular; en realidad, gran parte de lo que la gente tiene en su mente consciente es ficción y engaño; y es así, no tanto porque la gente sea incapaz de ver la verdad sino por la función de la sociedad.

La mayor parte de la historia humana (con la excepción de algunas sociedades primitivas) se caracteriza por el hecho de que una pequeña minoría ha dominado y explotado a la mayoría de sus semejantes. Para hacerlo, la minoría ha utilizado, por lo general, la fuerza; pero la fuerza no es suficiente. A la larga, la mayoría ha tenido que aceptar su propia explotación voluntariamente, y esto solo es posible si su mente se ha llenado de toda clase de mentiras y ficciones, que justifican y explican su aceptación del dominio de la minoría.


La cultura y el lenguaje organizan el modo de pensar. La lógica aristotélica se basa en la ley de identidad que afirma que A es igual a A, la ley de la no contradicción (A no es igual a no-A) y la ley del tercero excluido (A no puede ser A y no-A, ni A ni no-A). Aristóteles lo afirmó así: “Es imposible que la misma cosa pertenezca y al mismo tiempo no pertenezca a la misma cosa. Este es, entonces, el más seguro de todos los principios” .

En oposición a la lógica aristotélica está  lo que podríamos llamar lógica paradójica, que supone que A y no-A no se excluyen entre si como predicados de X. La lógica paradójica predominó en el pensamiento chino y de la India, en la filosofía de Heráclito, y una vez más con el nombre de dialéctica, en el pensamiento de Hegel y de Marx. El principio general de la lógica paradójica ha sido claramente descrito en términos generales por Lao-Tse: “Las palabras que son estrictamente verdaderas parecen ser paradójicas.”  Y por Chuang-Tzu: “Lo que es uno es uno. Lo que es no-uno es también uno.”

En tanto que una persona vive en una cultura en la que la verdad de la lógica aristotélica no es puesta en duda, es muy difícil, si no imposible, para ella tener conciencia de las experiencias que contradicen la lógica aristotélica, y que por tanto, desde el punto de vista de su cultura, carecen de sentido. Un buen ejemplo es el concepto freudiano de la ambivalencia, que afirma que puede experimentarse amor y odio por la misma persona al mismo tiempo. Esta experiencia, que desde el punto de vista de la lógica paradójica es bastante “lógica”, no tiene sentido desde el punto de vista de la lógica aristotélica. Como resultado, es muy difícil para la mayoría de la gente el tener conciencia de sentimientos de ambivalencia. Si tienen conciencia de amor, no pueden tener conciencia del odio, porque carecería de sentido tener dos sentimientos contradictorios al mismo tiempo y hacia la misma persona.


Otro aspecto del filtro, aparte del lenguaje y la lógica, es el contenido de las experiencias.

Toda sociedad excluye ciertos pensamientos y sentimientos de ser pensados, sentidos y expresados. ay cosas que no solo “no se hacen” sino que ni siquiera “se piensan”. En una tribu de guerreros, por ejemplo, cuyos miembros viven de matar y robar a los miembros de otras tribus, podría haber un individuo que sintiera repulsión a matar y robar. Sin embargo, es muy improbable que tuviera conciencia de este sentimiento, porque seria incompatible con el sentimiento de toda la tribu; tener conciencia de este sentimiento incompatible significaría el peligro de sentirse completamente aislado y condenado al ostracismo. De ahí que un individuo con tal sentimiento de repugnancia desarrollara probablemente un síntoma psicosomático de vómito, en vez de dejar que el sentimiento de repugnancia penetrara en su conciencia.

Exactamente lo contrario se encontraría en un miembro de una tribu agrícola pacífica, que tuviera el impulso de salir a matar y a robar a los miembros de otros grupos. Es probable que tampoco se permitiera cobrar conciencia de sus impulsos sino que, en vez de ello, desarrollaría un síntoma, quizá un terror intenso.

Otro ejemplo: Debe de haber muchos comerciantes en nuestras grandes ciudades que tengan un cliente que necesite urgentemente, digamos, un traje pero que no tenga dinero suficiente ni para comprar el mas barato. Entre esos comerciantes debe de haber unos cuantos con el impulso humano natural de darle el traje al cliente por el precio que puede pagar. .Pero cuantos de ellos se permitirán cobrar conciencia de semejante impulso? Supongo que muy pocos. La mayoría lo reprimirá y podríamos encontrar entre esos hombres alguna conducta agresiva hacia el cliente, que esconde el impulso inconsciente, o un sueño a la noche siguiente que lo exprese.

Al plantear la tesis de que a los contenidos incompatibles con otros socialmente permisibles no se les permite entrar en el campo de la conciencia, planteamos otras dos preguntas. Por qué son ciertos contenidos incompatibles con una sociedad dada? Además, por qué tiene el individuo tanto miedo de tener conciencia de esos contenidos prohibidos?

En cuanto a la primera pregunta, debo referirme al concepto del “carácter social”. Cualquier sociedad, para sobrevivir, debe moldear el carácter de sus miembros de tal manera que quieran hacer lo que tienen que hacer; su función social debe interiorizarse y transformarse en algo que estén obligados a hacer. Una sociedad no puede permitir una desviación de este patrón, porque si este “carácter social” pierde su coherencia y su firmeza, muchos individuos dejarían de actuar como se espera que actúen y la supervivencia de la sociedad en su forma dada estaría en peligro. Las sociedades, por supuesto, difieren según la rigidez con que fortalecen su carácter social y la observación de los tabúes para proteger este carácter, pero en todas las sociedades hay tabúes, cuya violación tiene como resultado el ostracismo.

La segunda pregunta se refiere a por que el individuo tiene tanto miedo al peligro de ostracismo implícito que no se permite tener conciencia de los impulsos “prohibidos”. Para decirlo brevemente, si no quiere volverse loco, tiene que relacionarse de alguna manera con los demás. Carecer en absoluto de relaciones lo lleva a las fronteras de la locura. Mientras que, en tanto que es un animal, tiene mucho miedo de morir, en tanto que es un hombre tiene mucho miedo de estar completamente solo. Este miedo, más que, como supone Freud, el miedo a la castración, es el factor efectivo que no permite la conciencia de los sentimientos y pensamientos tabú.

Llegamos, pues, a la conclusión de que la conciencia y la inconciencia están socialmente condicionadas.  Tengo conciencia de todos mis sentimientos y pensamientos que pueden penetrar el triple filtro del lenguaje (socialmente condicionado), la lógica y los tabúes (carácter social). Las experiencias que no pueden filtrarse permanecen fuera de la conciencia; es decir, permanecen inconscientes.


Hay que hacer dos advertencias en relación con el acento en la naturaleza social del inconsciente. Una, más bien obvia, es que además de los tabúes sociales hay elaboraciones individuales de estos tabúes que difieren de familia a familia; un niño, temeroso de ser “abandonado” por sus padres porque tiene conciencia de experiencias que para ellos, individualmente, son tabú, reprimirá también, además de la represión socialmente normal, aquellos sentimientos a los que les impide llegar a la conciencia el aspecto individual del filtro. Por otra parte, padres de una gran apertura interior y con poca “tendencia a la represión” tenderán, por su propia influencia, a hacer el filtro social (y el Superego) menos estrechos e impenetrables.

La otra advertencia se refiere a un fenómeno más complicado. Reprimimos no solo la conciencia de aquellos impulsos que son incompatibles con el patrón social de pensamiento, sino que tendemos también a reprimir aquellos impulsos incompatibles con el principio de estructura y desarrollo de todo el ser humano, incompatibles con la “conciencia humanista”, esa voz que habla en nombre del pleno desarrollo de nuestra persona.

Los impulsos destructivos, el impulso de regresar al seno materno o a la muerte, el impulso de comerse a aquellos de los que se quiere estar cerca, estos y otros muchos impulsos regresivos pueden o no ser compatibles con el carácter social, pero no son de ningún modo compatibles con las metas inherentes a la evolución de la naturaleza del hombre. Si un niño quiere mamar, es normal, es decir, corresponde al estado de evolución en que se encuentra el niño en ese momento. Si un adulto tiene los mismos fines, está enfermo; en tanto que no solo es impulsado por el pasado, sino también por la meta inherente a su estructura total, siente la discrepancia entre lo que es y lo que debería ser; empleando aquí “debería” no en el sentido de un mandamiento, sino en el sentido de las metas evolucionistas inmanentes e inherentes a los cromosomas de los que se desarrolla, así como su futura constitución física, el color de sus ojos, etc., que están ya “presentes” en los cromosomas.

Si el hombre pierde contacto con el grupo social en el que vive, se asusta del aislamiento absoluto y por este miedo no se atreve a pensar la que “no se piensa”. Pero el hombre teme también estar completamente aislado de la humanidad, que está dentro de él y es representada por su conciencia.

Ser completamente inhumano es también aterrador, aunque, según parece indicar la evidencia histórica, menos aterrador que sentirse socialmente condenado al ostracismo, suponiendo que toda una sociedad haya adoptado normas inhumanas de conducta. Cuanto mas se aproxime una sociedad a la norma de vida humana, menos conflicto habrá entre el aislamiento de la sociedad y de la humanidad. Cuanto mayor es el conflicto entre los fines sociales y los fines humanos, más se desgarra el individuo entre los dos polos peligrosos de aislamiento. No hace falta añadir que en la medida en que una persona —por su propio desarrollo intelectual y espiritual— siente su solidaridad con la humanidad, puede tolerar más el ostracismo social y a la inversa. La capacidad de actuar de acuerdo con la propia conciencia depende del grado en que se hayan trascendido los limites de la propia sociedad y se haya convertido uno en ciudadano del mundo, en “cosmopolita”.


Los contenidos del inconsciente siempre representan al hombre total, con todas sus posibilidades de oscuridad y de luz; siempre contiene la base de las distintas respuestas que el hombre es capaz de dar a la pregunta que plantea la existencia.

El hombre, en cualquier cultura, tiene todas las posibilidades; es el hombre arcaico, la bestia de presa, el caníbal, el idólatra y es el ser con la capacidad para la razón, el amor, la justicia. El contenido del inconsciente, entonces, no es ni el bien ni el mal, lo racional ni lo irracional; es ambos; es todo lo humano. El inconsciente es el hombre total —menos esa parte del hombre que corresponde a su sociedad. La conciencia representa al hombre social, las limitaciones accidentales establecidas por la situación histórica en la que cae un individuo. El inconsciente representa al hombre universal, al hombre total, arraigado en el Cosmos; representa la planta que hay en el, el animal que hay en el, el espíritu que hay en el; representa su pasado hasta el alba de la existencia humana y representa su futuro hasta el día en que el hombre llegue a ser plenamente humano y la naturaleza se humanice lo mismo que el hombre se “naturalice”.


Definiendo la conciencia y el inconsciente como lo hemos hecho, qué significa hablar de hacer consciente el inconsciente, de des-represión?

Cuando nos liberamos del concepto freudiano limitado del inconsciente y seguimos el concepto arriba expuesto, el fin de Freud, la transformación del inconsciente en consciente (“Id en Ego”), adquiere un significado más amplio y más profundo. Hacer del inconsciente consciente transforma la mera idea de la universalidad del hombre en la experiencia viva de esa universalidad; es la realización en la experiencia del humanismo.

Freud advirtió claramente como la represión interfiere con el sentido de la realidad de una persona y como la supresión de la represión conduce a una nueva apreciación de la realidad. Freud llamaba al efecto distorsionador de los impulsos inconscientes “transferencia”; más adelante, H. S. Sullivan llamo al mismo fenómeno “deformación paratáxica”. Freud descubrió, primero en la relación del paciente con el analista, que el paciente no veía al analista como este es, sino como una proyección de sus (las del paciente) propias aspiraciones, deseos y ansiedades, tal como se formaron originalmente en sus experiencias con las personas importantes de su infancia. Solo cuando el paciente entra en contacto con su inconsciente puede superar las distorsiones producidas por el mismo y ver a la persona del analista, así como a la de su padre o su madre, tal como son.

Lo que Freud descubrió es el hecho de que vemos la realidad deformada. Que creemos ver a una persona tal como es, mientras que en realidad vemos nuestra proyección de una imagen de la persona sin tener conciencia de ello. Freud vio no solo la influencia deformadora de la transferencia, sino también las numerosas influencias deformadoras de la represión. En tanto que una persona es movida por impulsos desconocidos para ella y en contraste con su pensamiento consciente (que representa las demandas de la realidad social), puede proyectar sus propios deseos inconscientes en otra persona y no tener conciencia de ellos, por tanto, dentro de si mismo sino —con indignación— en el otro (“proyección”). O bien, puede inventar razones racionales de impulsos que en si mismos tienen una fuente totalmente diferente. Este razonamiento consciente, que es una seudo explicación de fines cuyos verdaderos motivos son inconscientes, fue llamado por Freud racionalización.

Ya sea que hagamos referencia a la transferencia, la proyección o las racionalizaciones, la mayor parte de aquello de lo que tiene conciencia una persona es una ficción —mientras que algo que reprime (es decir, que es inconsciente) es real.

Tomando en cuenta lo que hemos dicho sobre la influencia entorpecedora de la sociedad y considerando además nuestro concepto más amplio de lo que constituye el inconsciente, llegamos a un nuevo concepto del inconsciente-consciente. Podemos empezar por decir que la persona media, aunque piensa que está despierta, está en realidad medio dormida. Por “medio dormida” quiero decir que su contacto con la realidad es muy parcial; la mayor parte de lo que considera como realidad (fuera o dentro de si misma) es una serie de ficciones que su mente construye. Tiene conciencia de la realidad solo en la medida en que el funcionamiento social lo hace necesario. Tiene conciencia de sus semejantes en tanto que necesita cooperar con ellos; tiene conciencia de la realidad material y social en tanto que necesita conocerla para manipularla. Tiene conciencia de la realidad en la medida en que la meta de la supervivencia hace necesaria esa conciencia. (Haciendo la distinción inversa, en el estado de sueño, la conciencia de la realidad exterior se suspende, aunque se recupera fácilmente en caso de necesidad. En el caso de locura, la plena conciencia de la realidad exterior está ausente y no es recuperable siquiera en una emergencia.)

La conciencia de la persona media es sobre todo “falsa conciencia” integrada por ficciones e ilusión, mientras que justo de lo que no tiene conciencia es de la realidad.

Podemos diferenciar así entre aquello de lo que es consciente una persona y aquello de la que se vuelve consciente. Es consciente, principalmente, de ficciones; puede volverse consciente de las realidades que están por debajo de estas ficciones.

Hay otro aspecto del inconsciente que se desprende de las premisas analizadas antes. En tanto  que la conciencia representa solo al pequeño sector de experiencia socialmente moldeada y el inconsciente representa la riqueza y la profundidad del hombre universal, el estado de represión resulta en el hecho de que yo, la persona accidental, social, estoy separado de mi mismo, la persona total humana. Soy un extraño a mí mismo, y en la misma medida todos las demás son extraños para mí. Estoy separado de la vasta área de experiencia que es humana y soy un fragmento de hombre, un inválido que experimenta solo una pequeña parte de lo que es real en si mismo y de lo que es real en los demás.


Qué sucede entonces en el proceso en el que el inconsciente se vuelve consciente? Para responder a esta pregunta seria mejor reformularla. No hay algo que pueda llamarse “la conciencia” ni algo que pueda llamarse “el inconsciente”. Hay grados de conciencia-conocimiento y de inconciencia-desconocimiento. Nuestra pregunta debería ser más bien: Qué sucede cuando cobro conciencia de lo que no había tenido conciencia antes? De acuerdo con lo que ya se ha dicho, la respuesta general a esta pregunta es que cada paso en este proceso tiende al conocimiento del carácter ficticio, irreal, de nuestra conciencia “normal”. Cobrar conciencia de lo inconsciente y ampliar así la propia conciencia significa entrar en contacto con la realidad y, en este sentido, con la verdad (intelectual y afectivamente). Ampliar la conciencia significa despertarse, quitar un velo, abandonar la caverna, hacer luz en la oscuridad.

.Podría ser ésta la misma experiencia que los budistas zen llaman “iluminación”?


Quiero examinar un poco más ahora un aspecto crucial del psicoanálisis, es decir, la naturaleza de la visión y el conocimiento que debe afectar la transformación del inconsciente en consciente.

 Sin duda, en los primeros años de su investigación psicoanalítica, Freud compartió la creencia racionalista convencional de que el conocimiento era intelectual, teórico. Pensaba que bastaba explicar al paciente por que se habían producido ciertos procesos y decirle lo que el analista descubría en su inconsciente. Este conocimiento intelectual, llamado “interpretación”, debía efectuar un cambio en el paciente. Pero pronto Freud y otros analistas habrían de descubrir la verdad de la afirmación de Spinoza de que el conocimiento intelectual conduce a un cambio en la medida en que es también conocimiento afectivo. Se hizo evidente que el conocimiento intelectual como tal no produce ningún cambio, salvo quizá en el sentido de que mediante el conocimiento intelectual de sus propios conflictos inconscientes una persona puede ser más capaz de controlarlos —lo que es más bien, sin embargo, el fin de la ética tradicional, más que del psicoanálisis. Mientras el paciente permanece en la actitud del observador científico  imparcial, considerándose como el objeto de su investigación, no está en contacto con su inconsciente, salvo al pensar acerca de él; no experimenta la realidad más amplia, más profunda, dentro de si mismo. El descubrimiento del propio inconsciente no es, justo, un acto intelectual, sino una experiencia afectiva, que solo difícilmente puede traducirse en palabras, si acaso puede hacerse. Esto no significa que el pensamiento y la especulación no puedan preceder al acto de descubrimiento; pero el acto mismo de descubrimiento es siempre una experiencia total. Es total en el sentido de que toda la persona lo experimenta; es una experiencia que se caracteriza por su espontaneidad y su acaecer repentino. Se abren de pronto los ojos; uno y el mundo aparecen a una luz distinta, son vistos desde un punto de vista diferente. Por lo general, hay mucha angustia antes de que se produzca esta experiencia, mientras que después se produce un nuevo sentimiento de fuerza y certidumbre.

El proceso de descubrir el inconsciente puede describirse como una serie de experiencias cada vez más amplias, que son sentidas profundamente y que trascienden el conocimiento teórico, intelectual. La importancia de este tipo de conocimiento por la experiencia esta en el hecho de que trasciende al tipo de conocimiento y conciencia en que el sujeto-intelecto se observa como un objeto y que en consecuencia, trasciende el concepto occidental, racionalista, del conocimiento. Excepciones en la tradición occidental, cuando se trata del conocimiento por la experiencia, se encuentran en la que Spinoza consideraba como la más elevada forma del conocimiento: la intuición; en la intuición intelectual de Fichte; o en la conciencia creadora de Bergson. Todas estas categorías de la intuición trascienden el conocimiento dividido entre sujeto y objeto. 


Debe mencionarse otro punto en nuestro breve esquema de los elementos esenciales del psicoanálisis: el papel del psicoanalista.

Originalmente no difería del papel del médico que “trataba” a una paciente. Pero después de algunos años la situación cambió radicalmente. Freud reconoció que el analista mismo necesitaba ser analizado, es decir, pasar por el mismo proceso al que habría de someterse después su paciente. Esta necesidad del análisis del analista se explicaba como resultado de la necesidad de liberar al analista de sus propias cegueras, tendencias neuróticas, etc. Pero esta explicación parece insuficiente, por lo que se refiere a la propia opinión de Freud, si consideramos sus primeras afirmaciones, citadas más arriba, cuando hablaba de que el analista debía ser un “modelo”, un “maestro”, capaz de conducir una relación entre el mismo y el paciente basada en un “amor a la verdad” que impide cualquier tipo de “impostura o engaño”. Freud parece haber sentido que el analista tiene una función que trasciende a la del médico en su relación con el paciente. Pero no modificó su concepto fundamental, el de que el analista era el observador imparcial —y el paciente su objeto de observación.

En la historia del psicoanálisis, este concepto del observador desprendido se modificó en dos sentidos: primero por Ferenczi, que en los últimos años de su vida postuló que no bastaba con que el analista observara e interpretara; que tenía que ser capaz de amar al paciente con ese amor que el paciente había necesitado como niño y, sin embargo, nunca había experimentado. Ferenczi no sostenía que el analista debiera sentir amor erótico por su paciente sino, más bien, un amor maternal o paternal o, más generalmente, una preocupación amorosa.

H. S. Sullivan trató el mismo punto desde un aspecto diferente. Creyó que el analista no debía tener una actitud de observador desprendido, sino de “observador participante”, tratando así de trascender la idea ortodoxa de la separación del analista. En mi propia opinión, quizá Sullivan no fue lo suficientemente lejos y sería preferible la definición del papel del analista como el de un participante observador más que el de un observador participante.

Pero aun la expresión “participante” no expresa exactamente lo que se quiere decir; “participar” sigue siendo estar fuera. El conocimiento de otra persona requiere estar dentro de ella, ser ella. El analista entiende al paciente solo en tanto que el mismo experimente todo lo que el paciente experimenta; de otra manera, solo tendrá un conocimiento intelectual acerca del paciente, pero nunca conocerá realmente lo que el paciente experimenta, ni será capaz de expresarle que comparte y entiende su experiencia (la del paciente). En esta relación productiva entre analista y paciente, en el acto de comprometerse plenamente con el paciente, de estar plenamente abierto y ser capaz de responderle, de empaparse de el, como si dijéramos, en esta relación de centro a centro, ésta una de las condiciones esenciales para la comprensión psicoanalítica y la curación. El analista debe convertirse en el paciente y, sin embargo, debe ser él mismo; debe olvidarse que es el médico y, sin embargo, debe permanecer consciente de ello. Solo cuando acepta esta paradoja, puede dar “interpretaciones” autorizadas por estar arraigadas en su propia experiencia.

 El analista analiza al paciente, pero el paciente también analiza al analista porque éste, al compartir el inconsciente del paciente, no puede evitar aclarar su propio inconsciente. De ahí que el analista no solo cure al paciente, sino que también sea curado por él. No solo entiende al paciente, sino que eventualmente el paciente lo entiende. Cuando se llega a esta etapa, se han alcanzado la solidaridad y la comunión.

Esta relación con el paciente debe ser realista y libre de todo sentimentalismo. Ni el analista ni ningún hombre puede “salvar” a otro ser humano. Puede actuar como guía —o como partera—, puede mostrar el camino, quitar obstáculos y algunas veces prestar alguna ayuda directa, pero nunca puede hacer por el paciente lo que solo el paciente puede hacer por si mismo. Debe aclararse perfectamente esto al paciente, no solo con palabras, sino con toda su actitud. Debe subrayar también la conciencia de la situación realista que es aun más limitada de lo que debe serlo necesariamente una relación entre dos personas; si él, el analista, ha de vivir su propia vida, y si debe servir a numerosos pacientes simultáneamente, hay limitaciones de tiempo y espacio. Pero no hay limitación en el aquí y el ahora del encuentro entre paciente y analista. Durante este encuentro, durante la sesión analítica, cuando los dos se hablan entre sí, nada hay mas importante en el mundo que ese hablarse entre si —para el paciente lo mismo que para el analista.

El análisis didáctico del analista no es el fin, sino el principio de un proceso continuado de análisis, es decir, de creciente lucidez.


                                                                              Extractos de “Budismo zen y Psicoanálisis”

                                                                                          D. T. Suzuki y Erich Fromm

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