Suicidio de la madre
“…algo
en el terreno de las sombras entre lo sublime y lo tormentoso, la ensoñación y
la soledad, engañosas luces de un pantano de horror y espanto, se burlaron de
mi madre durante casi toda su vida y la sedujeron hasta que la cautivaron y la
llevaron al suicidio…Tenia 39 años cuando murió. Yo, doce y medio.
Durante las semanas y meses posteriores a la muerte
de mi madre no pensé ni un momento en su dolor. Me negué a escuchar el
inaudible grito de socorro que dejó tras ella y que probablemente estuvo
siempre flotando en las habitaciones de la casa. No tuve ni una pizca de
compasión. Tampoco nostalgia. Tampoco lloré la muerte de mi madre. Estaba tan
ofendido y furioso que no me quedaba sitio para ningún otro sentimiento. Cuando
veía, por ejemplo, el delantal a cuadros que siguió colgado unas cuantas
semanas más después de su muerte en un clavo detrás de la puerta de la cocina,
me llenaba de furia, como si ese delantal soltara sal. Las cosas del aseo de mi
madre, la polvera, el cepillo sobre la repisa verde del cuarto de baño, me
herían como si hubieran sido dejados allí a propósito para que se burlaran de
mí. El rincón de sus libros. Sus zapatos vacíos. Su olor, que siguió algún
tiempo dándome en la cara cada vez que abría la puerta de la parte-de-mamá del
armario, todo me provocaba una furia impotente. Como si su jersey, que de
alguna manera se había colado entre mi ropa, se riera de mí alegrándose de la
desgracia ajena.
Me
enfadé con ella por haberse ido sin despedirse, sin un abrazo, sin una
explicación. Ni al más completo desconocido, ni al cartero o un vendedor
ambulante que llamara a la puerta, era mi madre capaz de despedirlo sin
ofrecerle un vaso de agua, una sonrisa, una breve disculpa, dos o tres palabras
agradables. De niño jamás me dejaba solo en una tienda, en un patio ajeno o en
un parque. ¿Cómo había podido? Me enfadé con ella también en nombre de mi
padre, cuya mujer le había avergonzado abandonándolo como a un trasto viejo,
igual que en las películas, se había ido de repente, como si se hubiera fugado
con un desconocido. De niño, si desaparecía aunque solo fuese un rato, me
regañaban y me castigaban: era una ley inmutable en casa: cuando alguien se iba
tenía que decir siempre adónde iba, cuánto tiempo iba a estar fuera y cuándo
volvería. O al menos dejar una nota en el lugar convenido, debajo del jarrón.
Todos nosotros. ¿Qué era eso de irse de forma tan grosera en medio de una
frase? Ella, que tanto se cuidaba de comportarse con tacto, amabilidad, buenos
modales, con un constante esfuerzo por no herir ni ofender, pensando en el
prójimo, con delicadeza! ¿Cómo había podido? La odiaba.
Al cabo
de unas semanas la furia se decoloró. Y con la furia, perdí una especie de
escudo defensivo, una especie de capa de polvo que durante los primeros días me
había protegido del trauma y del dolor. Desde ese momento estaba desnudo.
Cuanto menos odiaba a mi madre, más me aborrecía a mí mismo.
Aun no
existía en mi corazón un hueco donde acoger el sufrimiento de mi madre, su
soledad, la asfixia que la fue atrapando, el terror desesperado de las últimas
noches de su vida. Seguía viviendo sólo mi tragedia, no la suya. Pero ya no
estaba enfadado con ella sino que, por el contrario, me culpaba a mí mismo: si
hubiera sido un niño mejor, más abnegado, si no hubiera dejado la ropa tirada
por el suelo, si no la hubiese molestado e importunado, si hubiera hecho los
deberes a su debido tiempo, si hubiera sacado la basura todas las tardes sin
protestar, sin necesidad de que me riñeran, si no le hubiese amargado la vida
ni hubiera hecho tanto ruido, si no hubiese olvidado apagar la luz, si no
hubiese vuelto con la camisa rota, si no hubiese andado por la cocina con los
zapatos llenos de barro. Si hubiese pensado un poco más en su migraña. O al
menos me hubiera esforzado en cumplir sus deseos y hubiese sido algo menos
débil y pálido, si hubiese comido todo lo que cocinaba y me servía sin darle
tantos problemas, si para agradarle hubiese sido un niño un poco más sociable y
menos solitario, un poco menos delgado y enclenque y más bronceado y atlético,
como ella quería que fuera.
O todo
lo contrario. Y si hubiese sido mucho más débil, enfermizo, un inválido en
silla de ruedas, tísico o ciego de nacimiento? No es cierto que entonces su
generosa naturaleza no le habría permitido de ninguna manera abandonar a un
niño tan desafortunado, dejarlo solo con su desgracia y marcharse? Si hubiese
sido un niño sin piernas, si me hubiera metido a tiempo bajo las ruedas de un
coche, me hubiera atropellado y me hubiesen amputado las dos piernas, a lo
mejor mi madre habría tenido compasión, no me habría abandonado y habría
seguido cuidando de mí.
Si mi
madre me abandonó así, sin mirar atrás, era señal de que nunca me quiso: cuando
se quiere a alguien, eso me lo enseñó ella misma, cuando se quiere a alguien se
le perdona todo salvo la traición. Se le perdonan las molestas, el sombrero
perdido y los pepinos dejados en el plato.
Abandonar
es traicionar. Y ella…a los dos, tanto a mi padre como a mí. Yo jamás la habría
dejado así, a pesar de sus migrañas, a pesar de que ahora sé que nunca nos
quiso, jamás la hubiera dejado, a pesar de sus largos silencios, sus encierros
en la habitación a oscuras y sus estados de ánimo. A veces me habría enfadado,
tal vez hasta habría dejado de hablarle durante un día o dos, pero no la habría
abandonado para siempre. Jamás.
Todas
las madres quieren a sus hijos: es una ley natural. Hasta una gata. O una
cabra. Hasta las madres de los delincuentes y asesinos. Hasta las madres de los
nazis. Hasta las madres de los retrasados babeantes. Hasta las madres de los
monstruos. El hecho de que sólo a mí no hubiera modo de amarme, el que mi madre
huyera de mí, demostraba que a mí no había motivo para quererme. Que no merecía
ser querido. Que había algo en mí, algo terrible, algo espantoso, algo
verdaderamente horrible, algo aun mas repulsivo aun que la deformidad, el
retraso o la locura. Había en mi algo irremediablemente repugnante, algo tan
terrible que hasta mi propia madre, una mujer delicada y sensible, una mujer
capaz de dar amor hasta a un pájaro, a un mendigo por la calle, a un cachorro
perdido, no pudo seguir soportándome y se vio obligada al final a huir de mí
tan lejos como pudo. En árabe hay un dicho “kul quird bein emo razal”:
cualquier mono es un cervatillo a los ojos de su madre. Excepto yo.
Si yo
también hubiera sido dulce, al menos un poco, como todos los niños del mundo
son dulces para sus madres, hasta los niños mas feos y malos, hasta los
perturbados violentos que son expulsados para siempre del colegio, hasta Bianca
Schor, que le clavó un cuchillo de cocina a su abuelo, hasta el deforme Yani,
que tenia elefantiasis y en medio de la calle se abría la bragueta, se la
sacaba y se la mostraba a las chicas…Si hubiera sido bueno…Si me hubiera
comportado como miles de veces me pidió que me comportase y yo, tonto de mí, me
empeñaba en no hacerle caso…Si no le hubiera roto, la noche de Pesaj, el plato
azul que había heredado de la madre de su abuela…Si me hubiera cepillado bien
los dientes cada mañana, de arriba abajo y por todos los rincones de la boca,
sin engañarla…Si no hubiese robado la media lira de su monedero, mintiendo y
negando con desfachatez que lo había hecho…Si hubiese dejado de tener
pensamientos feos y nunca le hubiese permitido a mi mano meterse por la noche
en los pantalones del pijama…Si hubiese sido como todos, digno de tener también
una madre.
Extracto de “Una historia d amor y oscuridad” Amos
Oz, Siruela 2004
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