viernes, 21 de junio de 2013

Amos Oz Suicidio

Suicidio de la madre
“…algo en el terreno de las sombras entre lo sublime y lo tormentoso, la ensoñación y la soledad, engañosas luces de un pantano de horror y espanto, se burlaron de mi madre durante casi toda su vida y la sedujeron hasta que la cautivaron y la llevaron al suicidio…Tenia 39 años cuando murió. Yo, doce y medio.
Durante  las semanas y meses posteriores a la muerte de mi madre no pensé ni un momento en su dolor. Me negué a escuchar el inaudible grito de socorro que dejó tras ella y que probablemente estuvo siempre flotando en las habitaciones de la casa. No tuve ni una pizca de compasión. Tampoco nostalgia. Tampoco lloré la muerte de mi madre. Estaba tan ofendido y furioso que no me quedaba sitio para ningún otro sentimiento. Cuando veía, por ejemplo, el delantal a cuadros que siguió colgado unas cuantas semanas más después de su muerte en un clavo detrás de la puerta de la cocina, me llenaba de furia, como si ese delantal soltara sal. Las cosas del aseo de mi madre, la polvera, el cepillo sobre la repisa verde del cuarto de baño, me herían como si hubieran sido dejados allí a propósito para que se burlaran de mí. El rincón de sus libros. Sus zapatos vacíos. Su olor, que siguió algún tiempo dándome en la cara cada vez que abría la puerta de la parte-de-mamá del armario, todo me provocaba una furia impotente. Como si su jersey, que de alguna manera se había colado entre mi ropa, se riera de mí alegrándose de la desgracia ajena.
Me enfadé con ella por haberse ido sin despedirse, sin un abrazo, sin una explicación. Ni al más completo desconocido, ni al cartero o un vendedor ambulante que llamara a la puerta, era mi madre capaz de despedirlo sin ofrecerle un vaso de agua, una sonrisa, una breve disculpa, dos o tres palabras agradables. De niño jamás me dejaba solo en una tienda, en un patio ajeno o en un parque. ¿Cómo había podido? Me enfadé con ella también en nombre de mi padre, cuya mujer le había avergonzado abandonándolo como a un trasto viejo, igual que en las películas, se había ido de repente, como si se hubiera fugado con un desconocido. De niño, si desaparecía aunque solo fuese un rato, me regañaban y me castigaban: era una ley inmutable en casa: cuando alguien se iba tenía que decir siempre adónde iba, cuánto tiempo iba a estar fuera y cuándo volvería. O al menos dejar una nota en el lugar convenido, debajo del jarrón. Todos nosotros. ¿Qué era eso de irse de forma tan grosera en medio de una frase? Ella, que tanto se cuidaba de comportarse con tacto, amabilidad, buenos modales, con un constante esfuerzo por no herir ni ofender, pensando en el prójimo, con delicadeza! ¿Cómo había podido? La odiaba.
Al cabo de unas semanas la furia se decoloró. Y con la furia, perdí una especie de escudo defensivo, una especie de capa de polvo que durante los primeros días me había protegido del trauma y del dolor. Desde ese momento estaba desnudo. Cuanto menos odiaba a mi madre, más me aborrecía a mí mismo.
Aun no existía en mi corazón un hueco donde acoger el sufrimiento de mi madre, su soledad, la asfixia que la fue atrapando, el terror desesperado de las últimas noches de su vida. Seguía viviendo sólo mi tragedia, no la suya. Pero ya no estaba enfadado con ella sino que, por el contrario, me culpaba a mí mismo: si hubiera sido un niño mejor, más abnegado, si no hubiera dejado la ropa tirada por el suelo, si no la hubiese molestado e importunado, si hubiera hecho los deberes a su debido tiempo, si hubiera sacado la basura todas las tardes sin protestar, sin necesidad de que me riñeran, si no le hubiese amargado la vida ni hubiera hecho tanto ruido, si no hubiese olvidado apagar la luz, si no hubiese vuelto con la camisa rota, si no hubiese andado por la cocina con los zapatos llenos de barro. Si hubiese pensado un poco más en su migraña. O al menos me hubiera esforzado en cumplir sus deseos y hubiese sido algo menos débil y pálido, si hubiese comido todo lo que cocinaba y me servía sin darle tantos problemas, si para agradarle hubiese sido un niño un poco más sociable y menos solitario, un poco menos delgado y enclenque y más bronceado y atlético, como ella quería que fuera.
O todo lo contrario. Y si hubiese sido mucho más débil, enfermizo, un inválido en silla de ruedas, tísico o ciego de nacimiento? No es cierto que entonces su generosa naturaleza no le habría permitido de ninguna manera abandonar a un niño tan desafortunado, dejarlo solo con su desgracia y marcharse? Si hubiese sido un niño sin piernas, si me hubiera metido a tiempo bajo las ruedas de un coche, me hubiera atropellado y me hubiesen amputado las dos piernas, a lo mejor mi madre habría tenido compasión, no me habría abandonado y habría seguido cuidando de mí.
Si mi madre me abandonó así, sin mirar atrás, era señal de que nunca me quiso: cuando se quiere a alguien, eso me lo enseñó ella misma, cuando se quiere a alguien se le perdona todo salvo la traición. Se le perdonan las molestas, el sombrero perdido y los pepinos dejados en el plato.
Abandonar es traicionar. Y ella…a los dos, tanto a mi padre como a mí. Yo jamás la habría dejado así, a pesar de sus migrañas, a pesar de que ahora sé que nunca nos quiso, jamás la hubiera dejado, a pesar de sus largos silencios, sus encierros en la habitación a oscuras y sus estados de ánimo. A veces me habría enfadado, tal vez hasta habría dejado de hablarle durante un día o dos, pero no la habría abandonado para siempre. Jamás.
Todas las madres quieren a sus hijos: es una ley natural. Hasta una gata. O una cabra. Hasta las madres de los delincuentes y asesinos. Hasta las madres de los nazis. Hasta las madres de los retrasados babeantes. Hasta las madres de los monstruos. El hecho de que sólo a mí no hubiera modo de amarme, el que mi madre huyera de mí, demostraba que a mí no había motivo para quererme. Que no merecía ser querido. Que había algo en mí, algo terrible, algo espantoso, algo verdaderamente horrible, algo aun mas repulsivo aun que la deformidad, el retraso o la locura. Había en mi algo irremediablemente repugnante, algo tan terrible que hasta mi propia madre, una mujer delicada y sensible, una mujer capaz de dar amor hasta a un pájaro, a un mendigo por la calle, a un cachorro perdido, no pudo seguir soportándome y se vio obligada al final a huir de mí tan lejos como pudo. En árabe hay un dicho “kul quird bein emo razal”: cualquier mono es un cervatillo a los ojos de su madre. Excepto yo.
Si yo también hubiera sido dulce, al menos un poco, como todos los niños del mundo son dulces para sus madres, hasta los niños mas feos y malos, hasta los perturbados violentos que son expulsados para siempre del colegio, hasta Bianca Schor, que le clavó un cuchillo de cocina a su abuelo, hasta el deforme Yani, que tenia elefantiasis y en medio de la calle se abría la bragueta, se la sacaba y se la mostraba a las chicas…Si hubiera sido bueno…Si me hubiera comportado como miles de veces me pidió que me comportase y yo, tonto de mí, me empeñaba en no hacerle caso…Si no le hubiera roto, la noche de Pesaj, el plato azul que había heredado de la madre de su abuela…Si me hubiera cepillado bien los dientes cada mañana, de arriba abajo y por todos los rincones de la boca, sin engañarla…Si no hubiese robado la media lira de su monedero, mintiendo y negando con desfachatez que lo había hecho…Si hubiese dejado de tener pensamientos feos y nunca le hubiese permitido a mi mano meterse por la noche en los pantalones del pijama…Si hubiese sido como todos, digno de tener también una madre.


Extracto de “Una historia d amor y oscuridad” Amos Oz, Siruela 2004

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